sábado, 30 de junio de 2012

Lamentos y confianza


LITURGIA HOY
             Después de la lectura del pasado jueves, con el desastre de la deportación de los judíos a Babilonia, y el exilio de su rey y de los notables, más el vergonzoso expolio de sus tesoros, surgen estas desgarradoras lamentaciones de Jeremías, que ve humillado a su pueblo en lo más profundo y sagrado de su ser:  la Patria, su Templo santo, su dignidad como pueblo, su cultura y –consecuencia de todo eso- aún la fe de muchos que olvidan la sagrada Ley del Dios de Israel.  Para Jeremías, en su primitivismo de expresión, su carencia de Vocablos, su sentido totalmente teocéntrico (nada ocurre ni puede ocurrir, que no sea Dios quien lo hace), acaba escribiendo desgarradoramente: El Señor destruyó sin compasión…, con su indignación demolió las plazas fuertes de Israel…  Lo que Nabucodonosor había hecho, es puesto en las mismas manos de Dios. Y los ancianos están abatidos, las doncellas deshonradas, los muchachos desfallecidos, la amargura lo domina todo. No hay, los niños mueren en brazos de sus madres…, lágrimas y gritos desgarradores son como un océano de desgracia…  Al final los brazos se elevan a Dios en súplica desde el dolor y la impotencia humana.
             Pienso lo que ocurriría si tuviéramos el valor de mirar nuestro mundo actual.  Seguramente repetiríamos las mismas lamentaciones. El matiz variaría desde la queja crítica y –puede ser que también blasfema- contra Dios, al que ningún caso se le hace, pero al que queremos luego arreglando los desaguisados de una humanidad que ha quitado a Dios de en medio, y así ha perdido conceptos esenciales de vida: Patria, familia, vida, fundamentos cristianos, puntos clave de referencia.  Bien podemos lamentarnos…, pero lo que no sé es si levantamos también los brazos a Dios, suplicando, o el puño cerrado de airada blasfemia contra Dios.
             El Evangelio, nos muestra un caso totalmente contrario.  Un centurión romano, pagano, ha oído hablar de un tal Jesús que hace el bien por donde va. Tal centurión –hombre de buenos sentimientos- tiene un criado enfermo grave, y rompiendo prejuicios, se va a buscar a ese hombre bueno, Jesús, y con la humildad más bonita que pueda darse, se acerca a Jesús y le expone el caso.  Jesús reacciona a la inmediata y con absoluta cercanía: Voy yo a curarlo.  Y surge la bellísima oración y razonamiento del pagano:  Señor: yo no soy quién para que entres bajo mi techo.  ¡Basta una palabra tuya!   Y explica que su confianza está en que él mismo, con ser un hombre, manda a su criado una cosa, y el criado la hace.  U ordena s sus soldados y los soldados realizan.  Si tú dices una palabra, eso se hará. La verdad es que Jesús se quedó admirado.  Era un hecho que su propio Pueblo no tenía esa fe tan sencilla y profunda.  Pronunció tal palabra, y el criado sanó.  Jesús estaba gozando aquella fe del centurión.
             Nosotros repetimos hoy aquella oración del pagano como una joya que la liturgia reserva para el momento sublime del encuentro con Jesús Eucaristía.  Aunque cambiamos algo la petición.  Nos cuidamos muy mucho de decirle que no venga…, que no entre bajo nuestro techo…  Sabemos que no somos dignos…, pero también sabemos que su Palabra entra por delante y cura y purifica…  Por eso “no soy digno…, pero dí tu palabra Y VEN  a mi alma sanada”.
             Y hoy se me ha ido el pensamiento a esas almas torturadas, unas veces por la mala formación recibida o desfigurada, que son incapaces de acercarse a comulgar si no va delante la confesión…, y aun con la misma confesión, no son ya capaces de irse a comulgar, “porque no son dignos”.  Y son los mismos que estudiaron desde niños que el pecado diario normal se perdona por nueve cosas (y no sólo por ellas), y una es precisamente por comulgar.  Por esa seguridad inmensa de que Jesús entra ya sanando.  Lo penoso es que existan aún quienes pretenden ser ellos los que barren primero la última pelusa, y mientras tanto no dejan que Jesús pueda hacer en ellos su obra sanadora.  Criaturas atormentadas, en las que mucha falta haría que siquiera por una vez, se abandonaran amorosa y confiadamente en brazos de Dios, y fueran capaces de confiar en que Dios “barre mucho mejor que ellas”, mucho más a fondo, mucho más de verdad, y sin dejar ni huellas.  Yo les invito a decir una y otra vez, despacio, con el corazón, queriendo sentir…, esa simple y bella oración del centurión…, o mejor dicho, de la Liturgia cristiana.

2 comentarios:

  1. José Antonio2:54 p. m.

    Del Evangelio de hoy y de su reflexión, me quedo con una conclusión: la oración/súplica que brota de una verdadera humildad, además de ser grata al Señor, se convierte en auténtica oración para Dios.

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  2. He pensado muchas veces si los catolicos y sobre todo los de España estamos en Babilonia. Creo que a nuestra sociedad la ha vencido la soberbia de tiempos anteriores y sin lugar a dudas no miramos hacia Dios a pedirle perdón, seguimos siendo soberbios.
    El centurión, siendo soldado, habría actuado de forma soberbia sin lugar a dudas recordemos que gran parte de la paga de los soldados era la violación y el saqueo, en un momento clave se vuelve a pedir lo que necesita y su posición es la de humildad para pedir la ayuda necesaria.

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