Publicamos
a continuación el texto completo del mensaje de Pascua del Santo Padre en la
bendición Urbi et Orbi
«Dad gracias al Señor porque es bueno Porque es eterna su
misericordia» (Sal 135,1)
Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!
Jesucristo, encarnación de la misericordia de Dios, ha muerto en cruz por amor, y por amor ha resucitado. Por eso hoy proclamamos: ¡Jesús es el Señor!
Su resurrección cumple plenamente la profecía del Salmo: «La misericordia de Dios es eterna», su amor es para siempre, nunca muere. Podemos confiar totalmente en él, y le damos gracias porque ha descendido por nosotros hasta el fondo del abismo.
Jesucristo, encarnación de la misericordia de Dios, ha muerto en cruz por amor, y por amor ha resucitado. Por eso hoy proclamamos: ¡Jesús es el Señor!
Su resurrección cumple plenamente la profecía del Salmo: «La misericordia de Dios es eterna», su amor es para siempre, nunca muere. Podemos confiar totalmente en él, y le damos gracias porque ha descendido por nosotros hasta el fondo del abismo.
Ante las simas espirituales y morales de la humanidad, ante al
vacío que se crea en el corazón y que provoca odio y muerte, solamente una
infinita misericordia puede darnos la salvación. Sólo Dios puede llenar con
su amor este vacío, estas fosas, y hacer que no nos hundamos, y que podamos
seguir avanzando juntos hacia la tierra de la libertad y de la vida.
El anuncio gozoso de la Pascua: Jesús, el crucificado, «no
está aquí, ¡ha resucitado!» (Mt 28,6), nos ofrece la certeza consoladora de
que se ha salvado el abismo de la muerte y, con ello, ha quedado derrotado el
luto, el llanto y la angustia (cf. Ap 21,4). El Señor, que sufrió el abandono
de sus discípulos, el peso de una condena injusta y la vergüenza de una
muerte infame, nos hace ahora partícipes de su vida inmortal, y nos concede su
mirada de ternura y compasión hacia los hambrientos y sedientos, los
extranjeros y los encarcelados, los marginados y descartados, las víctimas del
abuso y la violencia. El mundo está lleno de personas que sufren en el cuerpo
y en el espíritu, mientras que las crónicas diarias están repletas de
informes sobre delitos brutales, que a menudo se cometen en el ámbito
doméstico, y de conflictos armados a gran escala que someten a poblaciones
enteras a pruebas indecibles.
Cristo resucitado indica caminos de esperanza a la querida
Siria, un país desgarrado por un largo conflicto, con su triste rastro de
destrucción, muerte, desprecio por el derecho humanitario y la desintegración
de la convivencia civil. Encomendamos al poder del Señor resucitado las
conversaciones en curso, para que, con la buena voluntad y la cooperación de
todos, se puedan recoger frutos de paz y emprender la construcción una
sociedad fraterna, respetuosa de la dignidad y los derechos de todos los
ciudadanos. Que el mensaje de vida, proclamado por el ángel junto a la piedra
removida del sepulcro, aleje la dureza de nuestro corazón y promueva un
intercambio fecundo entre pueblos y culturas en las zonas de la cuenca del
Mediterráneo y de Medio Oriente, en particular en Irak, Yemen y Libia. Que la
imagen del hombre nuevo, que resplandece en el rostro de Cristo, fomente la
convivencia entre israelíes y palestinos en Tierra Santa, así como la
disponibilidad paciente y el compromiso cotidiano de trabajar en la
construcción de los cimientos de una paz justa y duradera a través de
negociaciones directas y sinceras. Que el Señor de la vida acompañe los
esfuerzos para alcanzar una solución definitiva de la guerra en Ucrania,
inspirando y apoyando también las iniciativas de ayuda humanitaria, incluida
la de liberar a las personas detenidas.
Que el Señor Jesús, nuestra paz (cf. Ef 2,14), que con su
resurrección ha vencido el mal y el pecado, avive en esta fiesta de Pascua
nuestra cercanía a las víctimas del terrorismo, esa forma ciega y brutal de
violencia que no cesa de derramar sangre inocente en diferentes partes del
mundo, como ha ocurrido en los recientes atentados en Bélgica, Turquía,
Nigeria, Chad, Camerún y Costa de Marfil; que lleve a buen término el
fermento de esperanza y las perspectivas de paz en África; pienso, en
particular, en Burundi, Mozambique, la República Democrática del Congo y en
el Sudán del Sur, lacerados por tensiones políticas y sociales.
Dios ha vencido el egoísmo y la muerte con las armas del amor;
su Hijo, Jesús, es la puerta de la misericordia, abierta de par en par para
todos. Que su mensaje pascual se proyecte cada vez más sobre el pueblo
venezolano, en las difíciles condiciones en las que vive, así como sobre los
que tienen en sus manos el destino del país, para que se trabaje en pos del
bien común, buscando formas de diálogo y colaboración entre todos. Y que se
promueva en todo lugar la cultura del encuentro, la justicia y el respeto
recíproco, lo único que puede asegurar el bienestar espiritual y material de
los ciudadanos.
El Cristo resucitado, anuncio de vida para toda la humanidad que
reverbera a través de los siglos, nos invita a no olvidar a los hombres y las
mujeres en camino para buscar un futuro mejor. Son una muchedumbre cada vez
más grande de emigrantes y refugiados —incluyendo muchos niños— que huyen de
la guerra, el hambre, la pobreza y la injusticia social. Estos hermanos y
hermanas nuestros, encuentran demasiado a menudo en su recorrido la muerte o,
en todo caso, el rechazo de quien podrían ofrecerlos hospitalidad y ayuda. Que
la cita de la próxima Cumbre Mundial Humanitaria no deje de poner en el centro
a la persona humana, con su dignidad, y desarrollar políticas capaces de
asistir y proteger a las víctimas de conflictos y otras situaciones de
emergencia, especialmente a los más vulnerables y los que son perseguidos por
motivos étnicos y religiosos.
Que, en este día glorioso, «goce también la tierra, inundada
de tanta claridad» (Pregón pascual), aunque sea tan maltratada y vilipendiada
por una explotación ávida de ganancias, que altera el equilibrio de la
naturaleza. Pienso en particular a las zonas afectadas por los efectos del
cambio climático, que en ocasiones provoca sequía o inundaciones, con las
consiguientes crisis alimentarias en diferentes partes del planeta.
Con nuestros hermanos y hermanas perseguidos por la fe y por su
fidelidad al nombre de Cristo, y ante el mal que parece prevalecer en la vida
de tantas personas, volvamos a escuchar las palabras consoladoras del Señor:
«No tengáis miedo. ¡Yo he vencido al mundo!» (Jn 16,33). Hoy es el día
brillante de esta victoria, porque Cristo ha derrotado a la muerte y su
resurrección ha hecho resplandecer la vida y la inmortalidad (cf. 2 Tm 1,10).
«Nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del
luto a la celebración, de la oscuridad a la luz, de la servidumbre a la
redención. Por eso decimos ante él: ¡Aleluya!» (Melitón de Sardes, Homilía
Pascual).
A quienes en nuestras sociedades han perdido toda esperanza y el
gusto de vivir, a los ancianos abrumados que en la soledad sienten perder
vigor, a los jóvenes a quienes parece faltarles el futuro, a todos dirijo una
vez más las palabras del Señor resucitado: «Mira, hago nuevas todas las
cosas… al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida
gratuitamente» (Ap 21,5-6). Que este mensaje consolador de Jesús nos ayude a
todos nosotros a reanudar con mayor vigor la construcción de caminos de
reconciliación con Dios y con los hermanos. Lo necesitamos mucho
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