«¡Bendito
el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38), gritaba la muchedumbre de
Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro aquel entusiasmo, agitando las
palmas y los ramos de olivo hemos expresado la alabanza y el gozo, el deseo de
recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén,
desea también entrar en nuestras ciudades y en nuestras vidas. Así como lo ha
hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un simple pollino, viene a nosotros
humildemente, pero viene «en el nombre del Señor»: con el poder de su amor
divino perdona nuestros pecados y nos reconcilia con el Padre y con nosotros
mismos. Jesús está contento de la manifestación popular de afecto de la gente,
y ante la protesta de los fariseos para que haga callar a quien lo aclama,
responde: «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener
el entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en él la
fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz;
porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y
de la tristeza.
Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos
ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol
Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la
redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos
nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se
despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en
Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no
conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una
«condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se
humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece
no tener fondo.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el
lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los
pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con
el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se
vuelca sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin dejarnos
amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que
el amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación que sufre Jesús
llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por
un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los
otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo.
Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo
violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran
su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena
inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido
injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al
gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su
propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumir la
responsabilidad de su destino. Y pienso en mucha gente, en muchos
marginados, en muchos prófugos, en muchos refugiados… a los que les
digo que muchos no quieren asumir la responsabilidad de su destino. El gentío
que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de
acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida.
Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los
traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación
y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo
solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso
abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus
manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta también
la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la
fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio,
precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico
de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del
paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio
del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado,
llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para
redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde
hay odio.
Nos puede parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de
Dios, que se ha anonadado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil
olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos, estamos llamados a
elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno
mismo. Podemos emprender este camino deteniéndonos en estos días a mirar el Crucifijo,
es la “cátedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo a esta
“cátedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para
renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación,
Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la
gracia de entender algo de este misterio de su anonadamiento por
nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta Semana.
Mirando el Crucifijo compruebo con trsteza que no sé sufrir y siento la necesidad de confesarte que soy muy cobarde. Yo quisiera poder decirte que quiero imitarte...quisiera entregarme, de verdad, estar dispuesta a llegar hasta donde Tú me quieras llevar; lo deseo pero me da miedo, creo que está por encima de mis fuerzas, aunque estoy segura de que te amo, Señor y quiero a partir de ahora guardar mis sentidos para no ofenderte más.
ResponderEliminar