jueves, 22 de marzo de 2012

SED ARDIENTE DE UN MORIBUNDO

EL SILENCIO PROLOGADO

Siguió un largo silencio, sólo entrecortado por el jadear de un pecho que cada vez podía inspirar menos aire. La parálisis de los músculos pectorales por la excesiva tención de los brazos estirazados y la asfixia por la falta de aire en los pulmones, hacía más instintivo y prolongado el silencio. No le iban quedando fuerzas, por la misma carencia de aire. Y cada vez podía inspirar menos porque apenas podía ya tirar de los brazos y apoyarse en sus pies atravesados por los calvos, hinchados y más traumatizados. La fiebre subía, la sangre resecada en sus espaldas expuestas al aire de la colina, le producía mucho más dolor al roce con la madera.

Su Madre, mirando de hito en hito aquel rostro que parecía no tener más que un hilo de vida, contenía su respiración ante la muerte que venía

Apenas si ya salía alguna gota de sangre, parte por la coagulación, parte porque poca le quedaba en su cuerpo lívido. Jesús parecía estar ya abandonado a su propia suerte, en la hiriente soledad de sus sentimientos.

Y entonces alza la voz, cuanto es posible y murmura una palabra: Tengo sed. Era evidente como realidad natural. Con la pérdida de sangre y la fiebre ardiente, la sed le acuciaba. Y casi como una ráfaga de aire fresco en el ardor de aquella soledad, un soldado es capaz de separarse de la actitud del resto y se pone en pie, se va al agua con vinagre de efectos más refrescantes, moja una esponja y la pone en la punta de su lanza para alcanzar los labios del crucificado. Los compañeros no habían sabido a qué iba. Y cuando vieron el gesto, le espetaron un despreciativo y burlesco: Déjalo; ha llamado a Elías; deja a ver si viene Elías a salvarlo. No habían entendido aquella oración de Jesús en su lengua materna dirigiéndose a Dios, y habían creído que era una delirante invocación a Elías… El compañero que había sentido compasión con el ajusticiado, alargó la esponja. Jesús, todo delicadeza, aun en estos momentos de insufrible sed, agradeció acercando sus labios a la esponja. Pero nos dice el evangelista que no bebió. No se puede interpretar más que como ese sufrir y querer sufrir que nos señala San Ignacio de Loyola. Poco podría atemperar su sed haber chupado un poco de la esponja empapada, pero el líquido refrescante (y los que interpretan que era hiel en vez de vinagre, incidirían en el aspecto un poco lenitivo de aquella mezcla), Jesús no lo bebió porque no estaba allí ni obligado ni contra su voluntad. Jesús sufría a conciencia de estar realizando la obra a la que había venido: LA REDENCIÓN DE LA HUMANIDAD. Y esa quiere llevarla a cabo sin paliativos. Está sabiendo que tras toda esa barbarie humana, Dios sigue escribiendo su melodía salvadora, y no será Jesús quien quiera poner sordina a ninguna nota de aquel pentagrama.

No bebió. No perdamos de vista el comienzo de San Juan, tan lleno de enseñanzas simbólicas. Era el comienzo de su salida a la vida pública cuando expresó ya a la mujer samaritana la sed que tenía…: Mujer, dame de beber. Y si leemos aquello fijamente, la mujer no le acercó nunca el cántaro a los labios. Incluso se fue, dejando el cántaro allí junto al pozo. Estamos en la misma realidad. Jesús sediento, sin beber… Así comenzó su obra en el pueblo judío. Y la acababa con la misma sed. A sus pies ese pueblo “contemplaba el espectáculo”, se reía y retaba al crucificado. No estaban con Él. La sed acuciante sigue en el momento de su muerte inminente. Aquella palabra, expresada casi imperceptible, sabe a grito tremendo cuando, desde la atalaya de la cruz, mira a la humanidad.

Tengo sed nos llega a cada uno. “Tengo sed” es una queja y un dolor, y una súplica. Hay mucha sed en Jesús crucificado, y el mundo se aleja, se mofa, quita los crucifijos, y prescinde de Él. La sed de Jesús suena a tragedia. No se arregla con la esponja del soldado compasivo. Necesita Jesús mucho más. Yo, tú, cada uno con su nombre personal, está allí presente y provoca esa ser ardiente. Y esa queja, pide. De ahí que San Ignacio exprese en sus Ejercicios una pregunta que hemos de hacernos a nivel muy personal: Y yo, ¿qué he de hacer y padecer por Cristo? Más de uno pensará que a estas alturas ya Cristo no sufre sed, ni fiebre, ni dolor… Nos falta perspectiva para comprender que Cristo sigue en cada hombre, mujer, niño o anciano, feto descuartizado o inyección letal que acaba con el estorbo del viejo de la familia. Y en cada pobre que no tiene para dar el vaso de agua a sus hijos… Y en mi comodidad culpable. Y en mi endulzamiento de la vida, de la misma oración. Y en el egoísmo recalcitrante que ansía patológicamente sobresalir y estar por encima del otro. Et., etc.

La inmensa sed de un mundo que se deshidrata mortalmente porque ha dejado de beber en las fuentes del Salvador.

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