sábado, 3 de diciembre de 2011

NO TENDRÁN QUE LLORAR

NO TENDRÉIS QUE LLORAR
Sábado 1º adviento
Hoy me encuentro con muchas cosas por delante. Adviento, que es gritar esperanza a un pueblo oprimido y deprimido. Y el profeta le grita, de parte de Dios: No tendréis que llorar.
Si ese mensaje nos llegara hoy a este mundo que vivimos, y que lloramos…, y llevara el sello de la seguridad de un Dios que no falla, nos iba a saber a almendras garrapiñadas. Habrá lluvia benéfica cuando haga falta, semillas que dan cosechas en abundancia, animales pastando praderas de verde hierba… Porque el Señor vendrá y vendará la herida u curará la llaga. ¿Podrá ser verdad un sueño así? Evidentemente que por parte de Dios, sí. Lo que ahora hace falta es que –ante una mies tan abundante…, ante un mundo como el nuestro- surjan segadores que puedan recoger los frutos que quiere proporcionar el Señor. A lo mejor, un poco menos de discotecas y un poquitín más de mirar al Cielo. A lo mejor un poquito menos de “Yo”, de “mío”, de “amor propio! Y algo siquiera que sepa mirar que el otro está sentado a mi puerta y espera que yo lo mire. Aguas que rieguen, lágrimas que enjugar, hierba verde donde pastar, mies abundante que se deje segar…, las hay.

ESTO ME TRAE HOY A SAN FRANCISCO JAVIER, cuya fiesta celebramos. Aquel hombre que recorrió medio mundo en tan malas condiciones, anhelando bautizar, predicar, ayudar, convertir…; al que le dolían los brazos de tanto bautizar…, el que tan agotado estaba de su labor apostólica continuada y llena de celo por el amor de Dios, que para poder ir de un sitio a otro, tenía ya que cogerse a la cola de los caballos, porque sus piernas –por sí solas. Ya no le dejaban fuerzas para más.

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María se quedó absorta. No tenía nada más que añadir. Lo había dicho todo. El cortejo divino e retiró. En su seno quedó el Hijo de Dios. María no se movía. Como en éxtasis. Y así hubiera seguido. No salía de su asombro, su emoción, su perplejidad.
La voz de Ana, su madre, la sacó de su silencio: Myriam: está comida en la mesa. Myriam ni sabía que era aquella hora. Acudió casi automáticamente… Su sentir estaba en otro lugar. Ana, que era madre, advirtió que pasaba algo. Joaquín no dejó de advertir que Myriam traía un paso leve. No diré vacilante pero no cabe duda que no era el de la niña viva de todos los días. Se miraron Joaquín y Ana.
La madre preguntó qué le pasaba… Joaquín, prudente, no dijo nada. María no sabía qué decir. ¿Y qué iba a decir? Comieron como pudieron, pero María “estaba en otra órbita”. Las miradas cómplices y silenciosas de sus padres entre sí, querían barruntar… Pero no podían. Ana abordó el tema: Myriam, hija, ¿qué te pasa? Y con dos perlas que afloraban a sus ojos Myriam musitó: ahora no sé decirte, mamá.
Acabó la comida. María ayudó como siempre. Joaquín no paraba de mirar de reojo.
Y luego, María volvió a retirarse su desierto interior.

Aquel paréntesis le había venido bien para volver más en sí. Y para encontrarse con unas preguntas escalofriantes..: ¿qué podía decir?, ¿quién la podía creer? ¿A quién decirlo? Y la pregunta que le heló el alma: ¿Y José? ¿Qué le digo yo a José, ese muchacho enamorado hasta los huesos, y soñando con formar un hogar? ¿Cómo podría creerme un varón israelita al que le digo yo, así como así, que estoy encinta porque ha venido a mí el Espíritu Santo?
Eran muchas preguntas sin imaginar cómo podían acogerse. Y bin sabía Ella que no eran fácil de acoger.

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