domingo, 4 de diciembre de 2011

MYRIAM DE NAZARET (continuamos)

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Por eso María se retiró pronto; se metió en su profundo desierto en el que necesitaba la respuesta de Dios. Joaquín y Ana, quedaron en donde estaban, callados, observando atenta y disimuladamente a Myriam.
La noche no es fácil de imaginar en Ella. Porque hay estados que desbordan tanto que el sueño vence. Ana y Joaquín durmieron menos… A la mañana siguiente, Ana de levanto muy temprano y María también. Y en aquel silencio, María dijo con rubor: Mamá: tengo que hablarte. Ana dejó todo. Se quitó el delantal, se echó una toquilla por los hombros e invitó a Myriam a hacer igual. Abrieron sigilosamente la puerta y salieron. Ana quería que no hubiera ni la más leve interferencia. Y cuando estaban en la campiña, anunciándose los primeros rayos de sol, María dijo: Me da mucho pudor decirlo, pero -¡madre!. Me ha visitado el Señor. Ana se quedó de una pieza. O no. Porque lo único que podían sospechar de aquella chiquilla tenía que ir por la línea sobrenatural. No querría Ana ni sospechar, ni contradecir… Pero dijo muy quedamente: “¿Estás segura, hijita”, a la vez que le pasaba la mano por aquel pelo de seda. Y todavía con los ojos más bajos y el color más encendido en sus mejillas…, casi rompiendo a llorar –la emoción y el hecho lo pedían así-, María dijo: ¡Mamá!, es más todavía; Dios me visitado y lo llevo aquí. Y pasando levemente su mano por el vientre con infinito respeto, rompió ahora a llorar abiertamente. ¿Cómo me vas a creer, mamá? Bien sé que esto parece de locos, de niña sin juicio. Y sin embargo, es así: estoy encinta.

Era muy difícil seguir aquella conversación. Ana no tenía palabras. ¡Es que no las hay! Lo que siguió fue un silencio casi alarmado. La madre había perdido el resuello. Myriam no tenía más que añadir. Cuando salieron del “susto” (vamos a llamarlo así), Ana tuvo que mirar a los ojos de su hija, blancos como el mismo sol que ya crecía, y le dijo: Bien ves, Myriam, hija mía, que esto tiene que saberlo tu padre. Y Myriam asintió decididamente.


Cuando llegaron a la casa, Joaquín –aunque disimulando- estaba en ascuas. Ana se fue derecho a él y le dijo: Es necesario que hablemos. María se perdió por algún rincón de la casa, y hablaron Joaquín y Ana: En efecto aquí hay algo difícil de explicar. La Niña -no me cabe duda (y tú, Joaquín, piensa igual), ha tenido una visita del Ángel de Dios. Casi que coincide con lo que tú, en tu secreto interior, y yo –en el mío- habíamos sospechábamos.
María no era sospechosa de fantasías. Era clara como el manantial del pueblo. No era dada a espiritualismos absurdos. Lo que nosotros hemos podido pensar desde el principio iba por aquí, dijo Ana. Lo que nunca podremos explicarnos es por qué a esa niña pobre, sin nada llamativo, en Nazaret…
Joaquín estaba de acuerdo, pero…

El “pero” se lo segó Ana antes de que lo pronunciara: “Joaquín: no es eso todo, hay más…, mucho más… Dios la ha visitado y Myriam está embarazada". Joaquín dio un salto. Joaquín sintió el dolor del varón herido. Ana, con delicadeza de mujer y de esposa, y con el cariño de madre, tocó en el hombro de Joaquín y le hizo sentarse y serenarse, cuanto fuera posible. Es claro, Joaquín, que tú tienes que hablar con ella. Ella te va a contar todo. Y aquí hay algo tan inaudito, que necesitamos de inmensa prudencia. Porque, por si faltaba algo…, José, el bueno de José…

Joaquín apenas podía asimilar. Hundió su cabeza entre las manos. Ana se retiró. Había que digerir mucho, y Joaquín necesitaba su tiempo. Joaquín permaneció así largo rato… Pensó. Devanó su mente… Las ideas de mil tipos se le iban y se le venían… ¡Tenía que hablar con María…, pero qué difícil era aquello! ¿Y con José, quién tendría que hablar?

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