sábado, 28 de abril de 2012

Camino de luz 18


18º.- LA ASCENSIÓN         Lc 24, 50-51;  Hechos 1, 9-11

                San Lucas acaba su Evangelio con la Ascensión, y lo hace brevemente, casi sólo presentando el hecho.  Luego lo retoma al principio de su segundo libro, el de los Hechos de los Apóstoles y ahí sí da más detalles.
                Sabemos que fue cerca de Betania. Que los bendijo (muy posiblemente era la primera vez que lo haría con el signo de la Cruz), y mientras los bendecía “se separó de ellos y fue llevado al Cielo”. Así lo dice en el Evangelio.  En los Hechos nos da un dato más: una nube se interpone cuando ellos miraban su subida…, y allí lo perdieron de vista.
                Yo compongo la escena con mucho más detalle. ¿Por qué no?  ¿Acaso no es un Evangelio vivo, y nosotros somos parte de Él?  Cuando se ha contemplado la vida de Jesús, tiene uno “derecho” a darle vida a las escenas, y así lo hago yo.  Jesús los convocó cerca de Betania, en el Monte de los Olivos.  Hasta quedó grabada la huella de sus pies en el suelo, en el lugar de donde partió.  Pero antes de marchar, se reunieron su Madre, sus apóstoles, muchos discípulos y mujeres que formaron parte en su vida sirviéndole y agasajándolo.  Allí esperaban cuando de pronto se presentó Él.
                Evidentemente aquellas personas no se quedan a distancia, ni como ante un extraño o “dios” intocable.  Se fueron hacia Él como a su Hijo, Amigo, Maestro…  Su Madre le besó y le dijo, nuevamente, con toda su alma (mientras Ella había de quedarse con sus nuevos hijos, engendrados en la Cruz).  “FIAT”.  Así empezó su periplo en esta historia de salvación, y así lo acaba. Pedro, brillándole los ojos de gozo y cierto deje de pesar porque se marchaba su gran Amigo: Tu, Señor, sabes todas las cosas y sabes que Te quiero”.   Cada uno expresó algún aspecto central de su vida de seguimiento del Maestro:  Tomás reventó en un profundo: “Señor mío y Dios mío”… ¿Qué podía decir María Magdalena?  Le bastó aquella sola palabra: Rabbuní” ...
                Jesús iba imponiendo las manos.  Y empezó por María Magdalena: “Has amado mucho”. A Felipe: “El Padre y Yo somos uno solo”  A Natanael: “¡Un buen israelita sin doblez!”  A Tomás: “Dichos los que creen sin ver”, y así tú serás ahora mucho más dichoso porque ya no me verás aquí, y seguirás creyendo hasta dar tu vida por mí, como dijiste aquel día ante la ida a Lázaro muerto…  Y a Lázaro, a Marta…, y a cada uno de sus incondicionales…, y a tantos discípulos y mujeres que estaban allí…, con palabras que les hacían revivir momentos tan significativos de sus vidas.  Su Madre quedó para un abrazo final indescriptible, y con coro de ángeles de fondo que cantaban: ¡Reina del Cielo, alégrate, aleluya!

                Elevó sus brazos, bendijo…, comenzó a subir…, y cuando todos se embobaban viéndolo, se interpuso una nube misteriosa…  Ya les bastaba para saber que la mirada tiene que dirigirse siempre hacia arriba, porque sin eso, no podemos seguir en el Calvario de la Tierra.  Y sin embargo, de la nube surgieron unos misteriosos varones vestidos de blanco, que les hacen bajar la mirada a la tierra…, a la realidad…, al campo de batalla…, al mundo de los hombres, porque ese Jesús que habéis visto subir, vendrá de la misma manera que le habéis visto irse.  Cierto que ahí se está hablando del regreso de Jesús a la Tierra al final de los tiempos.  Pero aún así…
                Aún así yo traduzco de una manera práctica a quienes estamos aquí: cierto que necesitamos la mirada al Cielo, porque sin eso no podríamos sobrellevar decorosamente la vida.  Pero si con un ojo hemos de mirar las cosas de arriba, con el otro tenemos que ver que Jesús está aquí en cada persona y en cada acontecimiento.  Que no vale quedarse embobado en la mirada “celestial”… Que la nube misteriosa es un “signo de Dios”, para que volvamos los ojos sobre lo que tenemos delante, lo que hemos de hacer aquí abajo…, ¡que labor nos queda!  Jesús ha subido, pero ahora tus manos y las mías han de ser manos de Jesús que repitan sus obras y sus bendiciones. Tus pies y los míos tienen que andar los caminos de la tierra, porque –como Jesús- hemos de servirle de pies que caminan hacia donde hay alguien que nos necesita.  
Que su Corazón tiene que seguir poniéndose en cada corazón, y mucho más aún en los que más carecen de amor, de atención.  Que no es sólo un “amar”, sino poner cariño, ternura, bondad, comprensión, perdón, olvido.  Que el Corazón de Cristo va estar anidando en el nuestro, y que el día que el nuestro se enferma, estaríamos presentando un Corazón enfermo de Jesús…, un corazón empequeñecido que ya no sabe ensancharse…  ¡No!: ese Jesús que habéis visto irse,  de la misma manera ha vuelto,  y  sois cada uno –nos dirían aquellos varones de la nube- los que tenéis que hacerlo vivo y presente en el mundo actual.
SIGUE DEBAJO LA LITURGIA DEL DÍA

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