martes, 24 de abril de 2012

Camino de Luz 16


16ª.- AGUARDAD EN JERUSALÉN    (Lc  24, 44-49)

                Cuando San Lucas se explaya en aquella aparición a apóstoles “y compañeros”, en el Cenáculo, su narración contiene mucha más materia que la que hemos visto.   Lo primero es que ahora tienen que comprender, y como que actualizar, aquellas palabras que os dije cuando aún estaba con vosotros que conviene que se cumplan todas esas cosas que estaban escritas en Moisés y en los profetas y Salmos.  Y como repitiendo ahora en el grupo lo que ya había explicado a los de Emaús, les va abriendo la mente para que comprendieran el sentido de las Escrituras.  Así está escrito: que el Cristo tenía que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día.
                Ahí está el núcleo de las Escrituras.
                Pero no se pueden entender sino predicando en su Nombre la penitencia y el perdón de los pecados a todas la naciones, empezando por Jerusalén.  Y ya les anuncia que Él se va al padre (entroncándose este relato final de Lucas con el comienzo de los Hechos de los apóstoles, en donde desarrolla más el momento de la despedida, antes de la Ascensión.
                Pero antes les hace saber que ellos deben permanecer todavía en Jerusalén.  Es verdad que ahora conocen ya ese meollo hondo de las Escrituras que, aunque tantas veces sabido y repetido en sus sinagogas, no habían llegado nunca ni a comprender…, ni a poder ni querer comprender. Por eso no es suficiente que ahora “lo sepan”, lo tengan explicado.  “No el mucho saber –dice San Ignacio de Loyola- sino el regustarlo desde la inspiración de Dios.  Por tanto, “quietos y parados” con esa humildad indispensable para saberse “inútiles” para expresar tal misterio.  Tenéis que quedaros ahí, hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto.
                En efecto: sólo cuando venga ese Espíritu Santo, el que penetra los corazones, el que adentra en las entretelas de Dios…, el que nos hace “ver” con una luz nueva y divina que cubre y sobrepasa todo conocer humano…, hasta que no haya penetrado en vuestros poros el viento impetuoso que nadie sabe de dónde viene ni adónde va, pero que viene del Espíritu del Padre y de Cristo…
                Estamos de nuevo tocando esos signos de que habla San Marcos. Esas lenguas nuevas, que son lenguas de fuego…, que queman las escorias;  que transforman el corazón y penetran la otra región del mundo interior y  así elevan al sobrenatural, y hacen capaces de “otro lenguaje”.  Y no es cuestión de “palabras”, sino de ser revestidos (nuevo ser que ya no es quien era, sino hecho nueva criatura).  El apóstol tiene que trasmitir al mismo Espíritu de Dios.  Tiene que estar por encima de venenos y serpientes; tiene que expulsar demonios egoístas, individualistas, que nunca piensan en los demás porque encierran en sí mismo y en la pobre visión humana –miope- de la vida. 
                ”Recibir la fuerza de lo alto” es perder el miedo, es sacar el Evangelio del Cenáculo y lanzarlo a la calle y a las plazas, sin avergonzarse.  Sin temer ser incomprendido o señalado con el dedo.
                “Recibir la fuerza de lo alto” es haber echado primero muy hondas raíces en el Jerusalén de la oración, ¡de horas de oración!, de honrada oración para conocerse uno a sí mismo y para poder comunicar –como el padre de familia- “que saca de su arca cosas nuevas y antiguas”; tan antiguas como tantas veces leídas…, tan nuevas como iluminadas por un foco diferente que insufla vida.


LITURGIA DEL DÍA.  San Marcos.
                Discípulo y acompañante de San Pedro en Roma, el evangelio que hoy recoge la liturgia es el tan recientemente expuesto.
                La 1ª lectura –de la primera carta de san Pedro- se abre con una exhortación a la humildad internamente sentida, porque lo contrario lo rechaza Dios.  El cristiano se sitúa seguro bajo la poderosa mano de Dios. Poderosa y providente “para que a su tiempo os levante”, (¿Estaría recordando Pedro aquel momento de la mano de Jesús cubriendo su hondo dolor, mientras él se refugiaba en su pecho?).  ¡Descargad en Él todo vuestro agobio!  Y no temáis a los demonios esclavizantes, que nada pueden  si uno no se mete en sus fauces.  El poder s de Dios.

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