martes, 14 de mayo de 2019

14 mayo: Conozco a mis ovejas


MADRE DE LA IGLESIA. Por supuesto María fue madre de la Iglesia desde sus mismos ciernes. En la cruz Jesús le entregaba lo que era el comienzo de su obra: Ahí tienes a tu hijo. Y en la persona del discípulo estaba ya el germen de la Iglesia futura. El Concilio Vaticano II, con los Padres Conciliares puestos en pie, la declaraba solemnemente “Madre y Tipo de la Iglesia”. Documentos bíblicos como Apocalipsis 12, lo mismo son aplicables a María que a la Iglesia, y con ser uno de los pasajes marianos por excelencia, es claro que en la revelación va a otra dimensión más general: la realidad de la Iglesia.
            María MADRE DE LA IGLESIA nos atañe de manera directa a los que somos parte de la Iglesia y miembros vivos de ella. Que nuestras “flores a María” repercutan en el crecimiento de la vida de la Iglesia es un hecho por el dogma del Cuerpo Místico, por el que sabemos que toda acción buena que hacemos, repercute en el bien general. Por decirlo en imagen, cada acción buena aumenta el caudal de esa gran acequia que conduce la Gracia de Dios.

LITURGIA
                        Cuando la persecución de Esteban, muchos discípulos huyeron y se refugiaron en Fenicia, Chipre y Antioquía. Y hablaron de su fe y su doctrina a los otros judíos que encontraron allí. Pero se dio el caso que otros que vinieron de Chipre y de Cirene, hablaron abiertamente a los que no eran judíos, anunciándoles al Señor Jesús. Y como Dios los bendecía, se convirtieron muchas personas a esa nueva fe que predicaban.
            Llegó la noticia a la Iglesia de Jerusalén –que era el centro- y quisieron saber lo que estaba sucediendo, y enviaron a Bernabé a Antioquía. Bernabé comprobó que allí estaba actuando el Espíritu Santo y se alegró mucho y los estimuló a seguir con su acción. Hubo muchas conversiones.
            Luego Bernabé se fue a Tarso, donde estaba Pablo y se lo llevó a Antioquía, que los acogió y los hizo huéspedes, y allí instruyeron a muchos. Fue en Antioquía donde por primera vez llamaron a los discípulos “CRISTIANOS”.

            Sigue el capítulo 10 de San Juan (22-30). Era la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno y Jesús entraba en calor paseándose por el pórtico de Salomón. Los judíos lo abordan y le peguntan: ¿Hasta cuándo vas a estar manteniéndonos en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo abiertamente.
            La verdad es que Jesús lo había dicho ya de muchas formas. Eran ellos los que no se lo creían nunca, y si se lo decía, se escandalizaban y tomaban a Jesús por blasfemo. Una vez más preguntan, y Jesús les responde: Os lo he dicho y no me creéis, Las obras que yo hago en nombre de mi Padre, dan testimonio de mí, pero vosotros no creéis, porque no sois ovejas mías.
            Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco y ellas me siguen y yo les doy la vida eterna. No perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.
            Estaba dicho, pues. No con las mismas palabras que ellos hubieran deseado, pero sí con una fuerza indiscutible de que Jesús venía de arriba y que actuaba en nombre de Dios. Más aún: que Yo y el Padre somos uno. Podrían escandalizarse, pero era claro que Jesús les había respondido.

            Nosotros sabemos que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios. Nosotros sabemos que él nos conoce. Que no se escapa a sus ojos ninguna realidad nuestra. Que “conocernos por nuestro nombre” es como llevarnos en  las palmas de sus manos. Que nada nuestro escapa a sus ojos.
            La segunda parte es que nosotros escuchemos su voz y le sigamos, precisamente como ovejas suyas que nos tomamos en serio ese seguimiento. Y como seguir a Jesús ha de ser por los caminos de su doctrina y de sus obras, la Iglesia deberá ser para nosotros objeto de nuestra obediencia, porque es la intérprete inmediata que nos une a El y a nosotros en el mismo Cuerpo.

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