viernes, 10 de mayo de 2019

10 mayo: Para tener vida eterna


CAUSA DE NUESTRA ALEGRIA.-  Hace poco que subrayaba una de las lecturas del día el valor de la alegría como expresión del seguimiento de Jesús. La alegría es un don del Espíritu Santo, bajo el modo del gozo. El que vive gozoso, vive alegre. Y ya se sabe el dicho de que un cristiano triste es un triste cristiano.
            El saludo del ángel a María fue: Alégrate, llena de gracia. No podía menos que alegrarse la que había sido visitada tan plenamente por Dios, que la había plenificado de Gracia y presencia del Espíritu y del Hijo de sus entrañas.
            Evidentemente quien así es alegre, no puede trasmitir sino alegría. Nuestra alegría está sostenida por Ella, que nos infunde esa mirada optimista sobre la vida, por la sencilla razón de que vivimos con María nuestro caminar cristiano de seguimiento de los pasos de Jesús. Caminar junto a María es sentirse amparados por ella y saber que caminamos seguros. Y eso nos da alegría. María es la causa de nuestra alegría porque nos entronca con la alegría del Cristo resucitado.

LITURGIA
                        Saulo seguía persiguiendo a los discípulos del Señor. Y en su celo extremo por el judaísmo, alcanzó el permiso para llevar presos a Jerusalén a todos los que siguieran ese Nombre. (Hech.9,1-20). Con esas cartas caminaba hacia Damasco cuando le sorprende en el camino una caída bajo el resplandor fulgurante de un relámpago, que le deja sin ver con los ojos de la cara, pero que le abre los ojos interiores, y desde el suelo levanta su pensamiento y su pregunta a Alguien que ve él que le ha derribado: ¿Quién eres, Señor?
            Una voz le responde: Soy Jesús, a quien tú persigues. Y Saulo vio entonces la luz interior, aunque en sus ojos permanecía ciego y tenía el fanfarrón que ser llevado de la mano como un niño.
            Tres días estuvo sin comer ni beber. Al final es un discípulo de Jesús, uno de los que él hubiera hecho preso, el que le devuelve la vista imponiéndole las manos: El Señor Jesús, que se te apareció cuando venías de camino, me ha enviado para que recobres la vista y te llenes de Espíritu Santo.
            Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobró la vista. Fue bautizado. Comió y le volvieron las fuerzas. Se quedó en Damasco un tiempo con los discípulos, y luego se lanzó a predicar en las sinagogas, afirmando que Jesús es el Hijo de Dios.

            El evangelio continúa el relato de ayer (Jn.6,53-58). Los judíos disputaban entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Y Jesús, lejos de aclarar, da una vuelta de tuerca y afirma: Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día.
            Imaginémonos nosotros como uno de aquellos oyentes y estamos escuchando esas palabras. Algo que para nosotros es evidente, pero que tendríamos que ponernos en la piel de aquellos oyentes para comprender que todo esto era escandaloso.
            Sigue Jesús: El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. Éste es el pan que ha bajado del cielo; el que come este pan, vivirá para siempre.
            Para nosotros todo esto es llano y es muy consolador. Pero lo vemos ahora, tras el conjunto de la obra de Jesús, que vino a concretar todo eso en la tarde del Jueves Santo. Ahora nosotros sabemos cómo se come el Cuerpo de Cristo y cómo se bebe su Sangre, y todo nos resulta tan fácil… Pero aquellas gentes, ¿qué podían entender cuando Jesús les habló estas cosas?
            Damos gracias a Dios que nos ha enriquecido nuestra existencia con ese alimento espiritual con el que nos fortalece y convoca a nuevas gestas, que tienen que expresarse en la vida diaria nuestra.

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