viernes, 10 de febrero de 2012

EL SORDOMUDO

OIR…, Y HABLAR

Mc 7, 31-37

Un episodio singular por el detalle con que se narran los diversos pasos de la curación de un sordomudo. A Jesús bastaba “tocarle la orla de su manto”, “imponer las manos” (como aquí expresamente le piden), “decir una sola palabra…” Pero aquí Jesús dramatiza de un modo singular. Y yo siempre defiendo que el Evangelio no está escrito para curiosidades, y que cada narración está dándonos pautas y no sólo relatos de “lo ocurrido”.

Por tanto, que Jesús aparte de la gente al sordomudo es ya un punto a cuestionar. Diría, en simple humana observación, que es una sabia decisión de Jesús, porque a un sordomudo, si se le da la capacidad de oír en medio de la algarabía de una muchedumbre, en realidad el oír le sería un tormento, como un estallido de ruido insoportable. Sacarlo fuera, llevarlo a donde no le explote el sonido en sus oídos, es una visión humana genial, propia de la delicadeza de Jesús. Que ese toque de los dedos de Jesús, vaya solamente acompañado de la propia palabra de Jesús, que mira al cielo, suspira y susurra una palabra… La primera que escuchan aquellos oídos. Una voz que no desagrada, que llega como sonido agradable, que se hace eficaz porque AHORA OYE.

Luego, la saliva par romper la traba de la lengua. La saliva era elemento sanador en aquella cultura. (De hecho, también es instintivo ahora, en nosotros, ante una rasguño o leve herida que nos hacemos, aplicarle la saliva). Pero aquella era saliva que sanaba y al ser de Jesús, era más que sanar curativamente. Lo primero que pudo decir aquel hombre, repetía la única palabra oída: ¡Ábrete! Ahora irá acercándose al grupo y casi sólo sabrá decir, y en tono bajito: “ábrete”.

La gente, absorta, escucha hablar articuladamente al que era sordomudo. Quien tuviera la finura de Jesús, también le hablaría bajo para no herirle la escucha… Y palabras sencillas, sueltas… Ayudarle a empezar a hablar. El sordomudo arranca –lógicamente- desde su eterno silencio, y ha de ir captando poco a poco, pausadamente. Debe escuchar palabras que susurran más que gritan… Ha de observar que el oír le es favorable, amable, amigo, no agresivo. Ha de experimentar la delicadeza del que sabe hacerse cargo de su situación. Y en el poco a poco, irá balbuciendo palabras, que –a su vez- le hagan sentirse a gusto, no molesto a nadie. Es un proceso.

Y digo de nuevo: este relato no es mero contar historia. Si ahora fuera yo el sordomudo qu empieza a escuchar sonidos, necesito la delicadeza de todos los que me rodean. Si hablo, voy a repetir miméticamente sonidos suaves, delicados…

Y se me viene al pensamiento –a la oración…, a esa inspiración que Dios pone cuando oramos de verdad-, ¡qué agradable será “aprender a escuchar” susurros, sonidos amigos, y recibir saliva curativa que me enseñe igualmente a hablar delicada y prudentemente. ¿Por qué vamos a tener que pensar –como decía Rousseau- que el hombre es lobo para el otro hombre, donde cualquier conversación acaba inexorablemente en una murmuración, en una exposición negativa, en un radar de los defectos ajenos (tantísimas veces no reales sino imaginados), en vez de hacerse todo a todos para agradar siquiera a alguno? ¿Por qué no vamos a poder salir luego todos al unísono proclamando la maravilla de Jesús que cura los corazones destrozados, o pone palabras de gozo que curan y suavizan?

Jesús hubiera querido que todos callaran, porque Él parece querer pasar desapercibido. Pero eso no lo podrá lograr, porque el que ha sido sanado por el Señor, necesariamente proclama la grandeza del Señor, en su oír, hablar, ver, callar… Salió el Evangelio de lo tieso de una hoja de papel, y se nos hizo vida nuestra, realidad que nos hace felices, y que casi soñamos que esto se haga realidad en nosotros mismos y en los demás.

El final, como una verdadera llamada, acaba este evangelio diciendo;

Todo lo hizo bien. Qué bonita conclusión para los capítulos diversos de nuestra vida.

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