sábado, 29 de marzo de 2014

29 marzo: Negaciones de Pedro

La humildad que justifica
             Oseas es un profeta singular: casado con una prostituta que le ha traicionado, es el hombre que mejor puede expresar el sentimiento del esposo herido. Y pone el alma al contar lo hondo del Corazón de Dios (6, 1-6), y también lo hondo del corazón de la mujer infiel que tiene la humildad y el valor de regresar al marido burlado. Ella reconoce que había merecido sufrir por culpa de sus desatinos, pero más reconoce toda vía la fidelidad del esposo que puede recibirla, y así ver ambos el amanecer de un nuevo día. Tu misericordia es como nube mañanera, como rocío de madrugada.
             En el Evangelio (Lc 18, 9-14) Jesús dibuja los tipos tan diferentes del ser engreído que hasta para orar está poniendo por delante sus méritos, que más que orar, parece reclamar su premio…, y el otro hombre, que a lo lejos y sin atreverse a levantar los ojos simplemente suplica compasión porque soy un pobre pecador. Como la mujer de Oseas, no viene reclamando nada, ni se ve en condiciones de reclamar nada: sencillamente suplica misericordia. Éste salió como hombre justo perdonado. No el otro. Así concluyó Jesús la parábola. Que es la gran fuerza de ella, porque no es simple contar sino expresar el juicio que merece a los ojos de Jesús.

             Permitidme que eche marcha atrás. Porque me ha quedado sin entrar en algo muy fuerte de aquella noche… Durante la cena pasada, Simón no quiso aceptar el anuncio de Jesús: “esta noche, antes que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres”. Simón protestó. Ni se le pasaba por la cabeza. En el Huerto tampoco se tomó como necesidad lo que Jesús les advirtió: la necesidad de orar para no caer en tentación… Y aún después del fracaso que ya ha vivido, todavía le pide a Juan que le consiga entrar en la casa del Pontífice a donde han conducido a Jesús. Estoy seguro que Juan lo quiso disuadir de esa osadía… Pero Pedro era terco y demasiado creído de sí mismo y porfió. Y Juan, contra su gusto, habló con algún conocido de aquella casa y le abrieron las puertas a Simón. Juan se marchó, mucho más prudente. Y Simón entró.
             Simón Pedro entraba ya escudriñando con la mirada por si podía ver a Jesús. En el centro del patio había un grupo de criados y criadas que se calentaban en corro alrededor de una lumbre. Lo más que pudo escuchar Pedro fue cierto barullo de voces y risotadas en alguna de las habitaciones contiguas. Él, que también tenía frío, se sentó entre aquellos que se calentaban, comentaban, reían… Y lo más natural es que saliera entre chanzas lo que se estaban divirtiendo aquellos de la habitación de al lado con ese hombre que habían apresado. Más tenso se ponía el discípulo. Simón, evidentemente, no reía… Buscaba, intentaba saber. Y con eso, y la tensión de sus músculos faciales, se delataba. Y una de las criadas dijo, sin más malicia: También tú estabas con Jesús el Nazareno. No había que ser un lince para descubrir en Simón que estaba ajeno al grupo de los que estaban al fuego. Pero Simón se apresuró a negarlo Ni sé ni entiendo lo que dices.
             Malo es saber uno mismo que se ha metido en la ratonera, y peor cuando el conjunto de aquellas personas son gentes incultas e imprudentes. Simón se había levantado del corro, se había ido hacia la puerta en ese movimiento nervioso del que se siente descubierto y pretende disimular. Y tan aturdido estaba que ni escuchó el canto aquel quiquiriquí de una gallo cercano. Pero en cuanto volvió Simón, la criada insistió: éste era de ellos, y un criado se reafirmó en ello. Y Pedro subió el tono de su respuesta y dijo: Hombre, no lo soy. Y a la mujer: No conozco a ese hombre. Coincidía esa palabra de Pedro con un silencio que se había hecho en aquella habitación donde se divertían… Pudo escucharse muy bien la voz nerviosa de Simón que se había quedado sola en el silencio de la noche.
             Lo malo fue cuando varios de los criados se le acercaron que habían participado del prendimiento y lo reconocieron: Verdaderamente que tu eres de ellos. Y para corroborar su afirmación, le dicen: tu habla galilea te delata. Entonces es cuando Pedro pierde ya toda la compostura y empieza a maldecir, a jurar, y a gritar con sus juramentos: yo no conozco a ese hombre de que me habláis. En ese instante, como si se conjurara contra él la propia mentira, el gallo canta por segunda vez, justamente cuando a Jesús lo conducían desde la sala cercana a la mazmorra que estaba al otro lado del patio. Pedro se quedó paralizado, primero… Destrozado, después. Y con la mirada de Jesús que se la había clavado en el alma, se fue hacia el portón y se salió afuera y comenzó a llorar amargamente. “Comenzó a llorar”…, que está expresando algo que le acompañó su vida: la traición que había hecho a su Maestro…; el dolor de su engreimiento, que ahora tenía que quedar humillado porque había llegado a lo peor que podía llegar… Y no era su propio dolor lo que más le destrozada. ¡Era aquella mirada dolida que Jesús había tenido cuando más enfrascado estaba él en su perjurio de no conocer a “ese hombre”!… No era fácil olvidar esa realidad.

             Jesús ya ha sido condenado por el tribunal, y lleva sobre sí la condena a muerte por blasfemo… Pero –con ser tan tremenda esa acusación, cuando Él vivió siempre para el honor y el amor hacia Dios-, lo que le tenía sangrando el corazón fueron aquellos gritos del pobre Simón…, y lo que Simón podía estar pasando en estos momentos.

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