jueves, 13 de marzo de 2014

13 marzo: Oración y Eucaristía

Momentos sublimes
             La liturgia cuaresmal vuelve hoy al tema de la oración, bajo la modalidad concreta de oración de petición; una oración en que el ser humano se siente pobre, inmensamente pobre, y sólo le queda que extender la mano y suplicar. Esther presenta su plegaria confiada y angustiada a Dios. Sabe que va a hablar “al león” (al rey, que hasta puede decretar su muerte). Entonces sólo le queda la petición a Dios.
             Y Jesús enseña con insistencia de tres términos semejantes que a Dios hay que pedir, que llamar a su puerta, y que buscar en ese fondo del Corazón misericordioso. Y Jesús enseña que eso lo quiere Dios hasta el punto de que no hay oración que quede vacía, porque el que pide recibe, quien busca, halla, y al que llama se le abre. No dice Jesús que equivalga a una maquinita de chiches, a la que se le echa una moneda y da chicle. Sí dice que además del posible “chicle” que se pide, surjan dones sorpresivos que dan algo mejor, en bien humano…, y hasta el mismo Espíritu Santo que sobrepasa todo otro don y da algo mucho más enjundioso de lo que se había pedido.

             Cuando Jesús se ha vuelto a la mesa, sobre su Corazón pesa una losa imponente. Ya ha dado todos os pasos posibles para que Judas dé marcha atrás o acabe dando la cara. Y en aquel silencio duro que se ha producido, Jesús acaba ya lanzándose a provocar una salida de esa situación. Y pronuncia unas palabras generales que dejan helados a los apóstoles: En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar. Se hizo un silencio sepulcral. Yo creo que no se atrevieron de momento ni a mirarse entre sí. Luego miraban con recelo alrededor…: tenían al traidor a la vera… Y por fin surgió una tímida pregunta, casi entrecortada: ¿Soy yo acaso, Señor? Jesús achicó el círculo y dijo que era uno que mojaba el pan en el mismo plato de salsa que Él. El dolor de aquellos hombres crecía en medio del silencio tenso. Y Judas, con toda su cara de cemento, se dirige a Jesús y pregunta: ¿Soy yo, acaso, Maestro?  Sería para llorar. Y el Corazón de Jesús lloraba. ¿Hasta dónde puede llegar la dureza de un hombre para  estar allí en medio y en aquella actitud, que casi es un desafío?
             San Juan, que pone siempre rasgos muy emotivos en su evangelio, habla de un discípulo amado del Señor, y con una intimidad tan fuerte que llega a echarse sobre el pecho de Jesús para preguntarle… Echarse sobre el pecho podría ser un modo de amorosa muestra de cercanía, para decirle en ese instante tan duro: “Maestro, no está solo”. También podía ser prudente  posición que pudiera mantener el secreto: ¿Quién es? Y en esa intimidad Jesús llega a dar la clave de identificación secreta, que nadie de los presentes pudo captar: “Aquel a quien yo le dé una sopa de pan”. El gesto en sí era una muestra de deferencia especial. Nadie advirtió. Sólo Judas que sintió que le quemaba aquel detalle cariñoso, y como alma que lleva el diablo, se sintió profundamente alterado. Vio Jesús aquel semblante contorsionado, y con la delicadeza de quien ama hasta el final, le da airosa salida: Lo que has de hacer, hazlo pronto. Pensaron los demás que le hacía algún encargo por ser quien llevaba la administración del grupo.
             Hay en Jesús un momento de silencio…, un no saber cómo reventar sus sentimientos… Y al final, casi como gritando, dice una enigmática frase, reveladora de su más interno sentimiento. De una parte es que ahora siente paz…; peor es la espera que la realidad. ¡La suerte está echada! Se ha dado ya el paso decisivo. Es también como el grito de la liberación de aquella losa que le había oprimido. Y, finalmente, en el plano más profundo: Ahora Dios es glorificado…; ahora desemboco en la redención, en el momento –sin vuelta atrás- de mi muerte, por la que quedará saldada la deuda de la humanidad con el Dios del Cielo.

             Pero eso no quedaba tan a expensas de una traición. Era Jesús mismo quien tomaba la iniciativa. Y centró su atención en la mesa. Los apóstoles, desconcertados profundamente, lo miraban. Es que ahora mismo no sabían ni dónde estaban. Y no es que van a salir de asombro, porque Jesús alarga la mano hacia un pan de la mesa, lo bendice y da gracias a Dios, y lo empieza repartir entre los Once con una palabra que les deja absortos: Tomas; comed: Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Ahora no era que otro le entregaba a la muerte. ¡Era Él mismo quien daba su cuerpo a la muerte! [=que ese el sentido de “entregar”]. Ellos comieron. Mi pregunta íntima es: ¿se enteraron qué estaban haciendo? Y como estaban ya a la altura de la última copa, Jesús echa en ella el vino, repite los gestos anteriores y les va dando de beber, porque éste es el cáliz de mi Sangre de la NUEVA ALIANZA, que se derrama por toda la humanidad. Volvieron a pasar de unos a otros aquella copa y bebieron. Alguno más avispado vio que allí se estaba haciendo algo muy importante; las palabras de Jesús habían relacionado “sangre”, “entrega”, “alianza”…, y eso eran términos muy significativos… También alguien recordó aquello: Quien coma mi Cuerpo y beba mi Sangre, tendrá vida eterna… Algo entonces se cuchicheó respetuosamente, porque se empezaba a vislumbrar algo muy serio. Y para acabar, y como un encargo de continuidad esencial, Jesús les encargó: Repetid esto; y cada vez que lo hagáis, anunciáis mi muerte hasta que yo vuelva… Aquello había sido más de lo que aparecía…

1 comentario:

  1. Ana Ciudad4:04 p. m.

    Cuando oramos con las debidas disposiciones,Jesús nos oye siempre;también cuando pareca que calla.Quizá es entonces cuando más atentamente nos escucha.Quizá está provovcando ,con este aparente silencio,que se den en nosotros las condiciones necesarias para que el milagro se realice:que le pidamos confiadamente,sin desánimo,con fe.

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