martes, 31 de diciembre de 2013

El silencio elocuente

Silencio profundo
El libro de la Sabiduría tiene una descripción poética bellísima sobre la creación del mundo, al que ve sumido en el silencio de la inexistencia. Ha de llegar la voz de Dios, su palabra eficaz y creadora para que aquel silencio de no-vida se convierta en un bullir de seres vivientes que llenen la naturaleza de sus diferentes gritos y cantos de vida que revienta por todas partes en una inmensa primavera.  “Cuando un silencio profundo lo llenaba todo, y la noche llegaba a su mitad, tu omnipotente Palabra bajó desde el solio real de los cielos a la tierra”.
Esta descripción es tomada por la liturgia en el ciclo de la Navidad. Y como en una nueva explosión de la vida –la que trae la nueva creación en esa PALABRA de Dios, hecha Niño, hecha elocuencia divina-, el nacimiento de Jesús en nuestra tierra es la realización plena en la que el silencio profundo del mundo ajeno a Dios, es iluminado y hecho pletórico de vida por la omnipotente Palabra de Dios que ha descendido del Cielo a la tierra. Se retoma la misma expresión pero con ese nuevo sentido que le gana al original.
El hecho de que el nacimiento de Jesús se sitúe a medianoche no es porque exista registro alguno, ni constancia de tal hora, ni revelación, para saber que fue así a media noche. La base es ese texto por el que una noche de otro tipo, la de un mundo que aún no ha sido salvado, pasa a hacerse pleno día con la llegada de esa Palabra omnipotente de Dios “pronunciada” con tal fuerza que nace hombre entre las penurias y pobrezas humanas de la humanidad. El silencio entonces se hace sagrado y a su vez se convierte en vida.
Quiero pararme en esas dos vertientes del silencio profundo… De una parte, la riqueza del silencio, ese silencio constructivo en el que Dios se apoya par hacer grandes obras. Fue en el silencio de la inexistencia donde Dios pronunció su “Hágase” y sobre el silencio empezaron a pulular vivientes de toda especie.
Y aquel silencio primero se convierte en algarabía de vida, que abarca y adorna todo  el planeta.
El mundo andaba en sombrías tinieblas al cabo de miles de siglos. La voz de Dios que valió ante el mundo inanimado para que cada ser siguiera su ruta, sus ciclos, se desenvolvimiento, se había truncado por el mal uso de la libertad del ser más perfecto que la omnipotente Palabra había modelado, porque entonces no fue una palabra imperiosa la que sacaba del “silencio”, sino todo el mimo de Dios que realizaba la filigrana de un ser que fuera “imagen y semejanza del mismo Dios”.  Por tanto, muy superior a las otras criaturas, y constituido rey de aquel Edén de Dios. Fue aquel tesoro de la libertad que Dios entregó al ser humano, el que llevó a un absurdo graznido de independencia al ser más perfecto que había sido puesto en la existencia-
Haciendo ciencia ficción…, o volviéndonos a los orígenes, sólo un nuevo silencio profundo de parte del ser humano, es como puede volverse al Edén. Mientras el mundo se pierde en su algarabía, sus ruidos, sus prisas, sus estrés, su insaciable deseo de dominio de todo, ocupa un puesto de preferencia el SILENCIO PROFUNDO… El silencio que favorece la serenidad, la parada juiciosa, el momento de reflexión, la reflexión que se adentra en la riquísimamente poderosa Palabra descendida del Cielo, y que siempre fluye como en río alimentado por un manantial eterno.  Cuando la persona se llega a beber con fruición en ese río de la Palabra divina, que queda paradójicamente a la altura y el tamaño de la mano, para ser manejada por toda persona que quiera romper el silencio vacío para adentrarse en el río de vida –siempre nueva, siempre fecunda- que se va desprendiendo de esa Palabra del Señor.
Dice el villancico que los peces en el río beben y beben y vuelven a beber…, y nos muestra con la sencilla teología popular, que sólo así, yendo una y otra vez a zambullirse en ese río de la Palabra, es como puede subsistir el pez humano en una fe creciente y que madura…, que ES VIDA.
El silencio profundo de la nueva creación, que se da en aquella media noche de Belén, lo traduce San Pablo (y lo dibuja San Jerónimo) con una expresión muy significativa: el Niño recién nacido, que ni siquiera balbucea aún, está sin embargo enseñándonos desde su solo haber venido a Belén. La expresión latina: “erudiens nos” tiene una fuerza inmensa, porque lo que nos enseña Jesús, el recién nacido, no es ya una piadosa lección…, sino la lección magistral de quien es erudito, perfecto conocedor de una enciclopedia sin fin, que nos tendrá que ir alimentando toda la vida…: tendrá que ir haciéndonos VIVIR…, pasar de la “media noche” caótica del silencio sin Dios, a este día refulgente que nos abra a la luz del Sol…, por la OMNIPOTENTE PALABRA DE DIOS, QUE DESCIENDE DESDE EL SOLIO REAL DE LOS CIELOS, A NUESTRA TIERRA NECESITADA URGENTEMENTE DE ESA PALABRA QUE NOS SALVA.


En este día final del año, no sería de poca importancia dejar un tiempo a ese silencio que hace poder escuchar a Dios, que tantas cosas tiene que decirnos aún desde su PALABRA…, su Palabra hecha hombre.

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