martes, 30 de abril de 2019

30 abril: Los CREYENTES


LITURGIA
                      La 1ª lectura de hoy, por supuesto de los Hechos. (4,32-37) nos define lo que es ser CREYENTE. Porque “creyentes” somos muchos pero así, con mayúscula, no es patrimonio normal. Yo creo que hay que dejarle la vez a la Palabra de Dios, que es muy elocuente y nos explica perfectamente lo que era la vida de aquellos verdaderos creyentes. Copio: El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común. Evidentemente eso se podía vivir en las pequeñas comunidades aquellas y la bolsa común no vale para la realidad actual. Pero en alguna manera puede tener repercusión en cuanto que una cierta actitud de apertura a la necesidad del prójimo cercano, cabría pedirla a muchos cristianos, empezando por las mismas familias, donde puede haber el hermano acomodado y el hermano necesitado. Y se puede abrir el círculo en la medida de lo prudente y posible. Y eso es lo que en los apóstoles era “dar testimonio de la resurrección de Jesucristo”, como viene a continuación la misma lectura.
          Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Eran verdaderos testigos de la alegría, no sólo para sí mismos sino para contagiarla a los otros. De ahí que: se los miraba a todos con mucho agrado.
          Consecuencia de esa actitud ante la vida y en la relación con los otros, “Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba”.
         
El caso que se presenta a continuación es un ejemplo concreto de la realidad aquella: José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que significa hijo de la consolación, que era levita y natural de Chipre, tenía un campo y lo vendió; llevó el dinero y lo puso a disposición de los apóstoles.
          Y conste que todo el mundo no era así. Aunque no lo recoja la lectura, se dio el caso de Ananías y Safira que intentaron trampear apareciendo como justos cuando en realidad andaban mintiendo a la comunidad de hermanos, y aquello les costó la muerte súbita. Caso, por lo demás, que no es sino el contrapunto para dejar más patente la actitud sincera y honrada y servicial de la mayoría. El que tenga curiosidad de ver esa corta historia, vaya al libro de los Hechos.

          El evangelio es de Jesús con Nicodemo (Jn.3,11-15) y aunque parezca repetitiva mi observación, el diálogo aquel no es para explicarlo, pero sí para meditarlo. Vuelvo a copiar: En verdad, en verdad te digo; hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no recibís nuestro testimonio. Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis, ¿cómo creeréis si os hable de las cosas celestiales? Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.  
          Ya lo ha abordado antes: las cosas de la tierra se entienden con razones de la tierra, o sea, de la mente recta humana. Pero las cosas de Dios no se pueden juzgar desde los conocimientos de la razón. Hay que entenderlas desde otro ángulo, que no es en el que se desenvolvían los fariseos. Sin embargo Jesús ocupa su tiempo con Nicodemo porque este hombre está de buena fe y queriendo saber. Y Jesús le lleva a figuras del Antiguo Testamento para que desde ellas, que eran acogidas por los fariseos, se eleve a las nuevas realidades que Cristo viene a traer. Y le dice:
          Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Le ha dejado por delante una realidad de enorme trascendencia. Porque si el Mesías, para ellos, era invencible porque tenía que ser triunfador, ahora le ha plantado delante a Nicodemo otra realidad que hay que asimilar, y estaba fundamentada en una figura mesiánica antigua que Dios le puso delante a Moisés con la  figura de una serpiente puesta en alto para curar de las picaduras mortíferas del desierto.
          Nicodemo, que era hombre inteligente y de buena fe, fue aplicándose todas esas palabras de Jesús y acabó haciéndose un discípulo, aunque oculto, por su realidad de fariseo.

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