LITURGIA
La liturgia del Viernes Santo se compone de
tres momentos que debemos vivir activamente y no sólo esperar a que el
sacerdote realice los ritos propios de este día.
La 1ª parte sería semejante al desarrollo de la Misa
normal: Las Lecturas de la Palabra de
Dios, que culminan hoy con el detallado relato de la Pasión de nuestro
Señor, según el evangelio de San Juan, que desemboca en la Oración de los fieles. Pero estas peticiones son hoy muy amplias y
muy solemnes, abarcando todas las situaciones especialmente importantes.
Precisamente ante la Cruz de Jesús, que ha sido el final de esa lectura de la
Pasión, todos somos iguales, y por todos ellos pide la iglesia, consciente de
la redención universal que Cristo nos ha ganado.
La 2ª parte de la liturgia es la adoración de la cruz. Momento especialmente solemne y céntrico este
día, que bascula alrededor de esa realidad del Cristo crucificado. Hoy no hay
Misa, pero todo el misterio de la salvación se concreta en este momento. De tal
modo que lo que hoy quedará en las Iglesias –una vez concluidos los Santos
Oficios de la Pasión del Señor- será el Cristo crucificado, que debe ser
adorado con el gesto de la genuflexión (o semejante) lo mismo que se hace
habitualmente ante el Sagrario.
La 3ª parte es en realidad más una concesión a la piedad
que una llamada pedida por el proceso litúrgico: la Comunión con las Sagradas Formas consagradas el Jueves Santo.
Lo que queda en los templos es el sentimiento del luto por
la muerte de su Señor.
[SINOPSIS, 338; QUIÉN ES ESTE, 156-159]
José de Arimatea se había apresurado a bajar del Calvario y
pedir a Pilato el cuerpo del Señor. Pilato se extrañó de que hubiese muerto tan
pronto el condenado, y concedió la gracia a ese senador que esperaba el Reino
de Dios, y que no había dado su asentimiento a la condena de Jesús. Se unió a
Nicodemo, el fariseo que también era discípulo oculto de Jesús, y compraron
aromas y una sábana grande con la que envolver el cuerpo de Jesús. Por su
parte, José de Arimatea poseía un sepulcro sin estrena en lugar cercano al
Calvario, y lo ofrecería como lugar de sepultura del Maestro. (Mc.15,42-46).
María, en su perplejidad de aquellos momentos, vio subir a
aquellos dos hombres, y quedó con el alma expectante de qué tocaba ahora, tras
la experiencia reciente de los soldados que habían llegado poco antes para
quebrar las piernas de lo crucificados.
José se dirigió a ella y le explicó lo que había pedido a
Pilato y lo que pretendía hacer si ella lo autorizaba. María no pudo menos que
reprimir un llanto pacífico de agradecimiento a Dios porque venía a dar
respuesta a sus pensamientos y preocupaciones de aquella última hora sobre el
destino del cuerpo de su Hijo.
Agradeció a aquellos hombres su acción, y cada cual de los
presentes se puso a hacer lo que podía para bajar de la cruz el cuerpo del
Señor. Con unos lienzos fuertes pasados por debajo de los brazos para sostener
el cuerpo, desclavaron los brazos y los pies y fueron bajando con esmero el
cadáver que depositaron en el regazo de María, que se encontró de cerca con
aquella barbarie que se había hecho en el cuerpo de su hijo, aquel mismo Jesús
que ella tuvo en sus brazos en Belén y Nazaret, pero de forma tan diferente.
Hoy era un cuerpo derrengado e inerte, que levantó en el corazón de la madre todos
los sentimientos dolorosos y toda una mirada al Cielo, volcándose en un
renovado FIAT por el que aceptaba los misteriosos caminos de Dios, tan duros de
llevar en estos instantes.
Estaba María absorta en sus pensamiento y contemplación del
Hijo muerto cuando tuvo José de Arimatea que hacerle presente la urgencia del
momento, y que no tenían más remedio que llevar el cadáver al sepulcro porque
el tiempo se echaba encima y tenían que dejarlo acomodado, correr la voluminosa
piedra y bajar ya a prisa.
Entre los tres hombres (discípulo amado incluido) y las
mujeres, trasladaron a Jesús en la sábana hasta el sepulcro, que comprendía una
primera cámara que daba paso por un orificio bajo a la parte mortuoria, con un
poyete donde se colocaba el cadáver. José y Nicodemo esparcieron los aromas
sobre el cuerpo de Jesús, sin mucho detalle, y constreñidos por el tiempo. Las
mujeres observaron y no era la manera en que ellas hubieran querido tratar el
cuerpo del Maestro. Maria entró a depositar su beso sobre el rostro frío de
Jesús, y emprendieron la marcha, pasando por delante de las cruces, y bajando
por la vía por donde habían subido, y refugiándose en sus casas para esperar al
día grande los judíos.
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