jueves, 4 de abril de 2019

4 abril: Oración que aplaca


LITURGIA
                      En el libro del Éxodo (32,7-14) encontramos el pecado grande del pueblo que se ha hecho un ídolo al que adora como Dios. En realidad era la necesidad de un pueblo primitivo de tener un dios cercano. Y el Dios de sus padres, al que Moisés se ha dirigido, no se ha hecho presente porque “departe” con Moisés en la montaña santa.
          Dios tiene que advertirle a Moisés que el pueblo se ha apartado y Dios le dice a Moisés que va a aniquilar a ese pueblo, que es de dura cerviz. Y con una familiaridad grande con Moisés, llega a “pedirle permiso” para acabar con el pueblo: Déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Pero Moisés se pone en la brecha y dialoga con Dios, y le presenta sus razones: Dirán los egipcios que los sacaste con mala intención para hacerlos morir en el desierto. Lo bello de todo esto es encontrar el verdadero diálogo de oración, la súplica, la intercesión… Y a Dios que “se deja convencer” y retira su amenaza.
          Es, pues, una enseñanza para nosotros, para que demos a la oración el valor grande que llega hasta las entrañas del Señor. Es un acento nuevo de los efectos de la Cuaresma.
          El evangelio es de San Juan (5,31-47) y continúa el amplio discurso comenzado ayer. Y como dije ayer, es más para leerlo y meditarlo que para explicarlo. El argumento es que Jesús es Hijo de  Dios y hace lo que el Padre quiere. Y basta escudriñar las Escrituras santas para que quede evidencia de ello.

          [SINÓPSIS, 314-316; QUIÉN ES ESTE, pgs. 127-128]
          Pilato se ha soliviantado ante la acusación de que Jesús se hace pasar por “Hijo de Dios”. Para Pilato esto tiene un sentido muy diverso del que le dan los judíos. Los judíos son monoteístas y “hacerse hijo de Dios” es una terrible blasfemia. Para Pilato con sus múltiples dioses, ser hijo de Dios es sencillamente una dignidad, una relación con sus divinidades. Y entrar él a condenar a un hijo de dioses, equivale a poderse granjear castigos sobrehumanos.
          El hecho fue que le hizo impresión y que quiso averiguar de qué se trataba…, quién era en realidad ese Jesús. Y le preguntó (Jn.19,9-11) lo que a Pilato realmente le preocupaba: De dónde eres tú. Jesús ya sabía lo inútil que era responder al presidente y guardó silencio: no le respondió. Y Pilato, el típico matón con los débiles mientras no era capaz de desagradar a los fuertes, se engríe y amenaza: ¿A mí no me respondes? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y para crucificarte? ¡Qué iluso! O ¡qué sarcasmo! Blasonaba de poder, incluso para soltar a Jesús. ¿Y por qué no lo había hecho ya? ¿Por qué no había tenido valor para enfrentarse con los judíos? Se le iba ahora la fuerza por la boca, y la verdad es que debió causarle pena (y no menos indignación) a Jesús, de verlo engallarse con él mientras era tan poco viril en su responsabilidad de juez que debe impartir la justicia romana.
          Jesús le contestó: No tendrías sobre mí poder alguno si no te hubiera sido dado de lo alto. Por eso quien me ha entregado a ti tiene un pecado mayor. Le advertía que no era inocente. Y le disculpaba en relación con los sacerdotes que eran mucho más conscientes de sus odios contra Jesús. Y le hacía saber que no podría nada contra él, si no le fuera otorgado por poderes sobrenaturales.
          Lo que entendiera Pilato no podemos saberlo. Pero lo cierto es que ahora más quería soltarlo.
          Los sacerdotes ya se le habían enfrentado otras veces y hasta le habían denunciado a Roma. Por eso Pilato se andaba con pies de plomo. Y cuando hizo nuevo además de liberar al preso, los judíos entraron por la parte débil del presidente: Si sueltas a ese no eres amigo del César, porque todo el que se hace rey, va en contra del César. Habían tocado la tecla definitiva. Pilato ya no hace más que un paripé vergonzante, pretendiendo lo imposible y batiéndose en retirada.
          Pilato sacó afuera a Jesús, se sentó en el tribunal, lugar de la autoridad, y hacia las 12 de mediodía presenta a Jesús de modo que pueda conmover los cimientos del amor propio de los judíos: He aquí vuestro rey. Ellos gritaron más sabiéndose ya vencedores y que aquello era ya una comedia: Quita, quita, crucifícalo. Pilato en su juego macabro vuelve a preguntar: Yo, un romano, ¿a vuestro rey voy a crucificar? Y responden con la menor vergüenza que puede darse: No tenemos más rey que al César.
          La batalla estaba perdida Bien lo sabía Pilato desde hacía tiempo. No le quedaba más que su último teatro.

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