miércoles, 17 de abril de 2019

17 abril: ¿Acaso soy yo, Maestro?


LITURGIA
                      El domingo de Ramos leíamos esta misma 1ª lectura (Is.50,4-9), que tiene una serie de rasgos propios de la pasión de Cristo, vividos proféticamente por el Siervo de Yahvé: ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos. Junto a eso, toda la confianza puesta en Dios, “mi abogado”, que mostrará mi inocencia.
          En el evangelio tenemos descrito por San Mateo (26,14.25) un dato importante: el del ofrecimiento interesado de Judas a los sacerdotes para entregarles a Jesús: ¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego? Ya se ve que Judas no era un idealista sino una mala pieza.
          Preparación de la Cena Pascual, lugar que Jesús mantiene en secreto para no facilitarle a Judas su mala acción. Jesús da instrucciones y dos de sus apóstoles sirven de avanzadilla para realizarlas. Y una vez en el lugar, Jesús anuncia a sus discípulos que os aseguro que uno de vosotros me va a entregar. Ellos consternados preguntaban uno tras otro: ¿Soy yo acaso, Señor? y Jesús dio una pista tan general que no averiguaron nada. Y dijo Jesús: El Hijo del hombre se va, como está escrito, pero ¡ay de aquel que a entregar al Hijo del hombre.
          Y Judas tuvo la desfachatez de preguntar también si era él: ¿Acaso soy yo, Maestro? A lo que Jesús respondió disimuladamente: Así es.


          [SINÓPSIS 335-336;  QUIÉN ES ESTE, 154]
          La naturaleza lloró la muerte de su Creador y la expresó con señales inequívocas de que hacía el luto ante ese momento impensable de la muerte de quien es la Vida.
          Lo fue el terremoto que hizo quebrar las piedras y abrir los sepulcros.
          También fueron aquellos muertos que resucitaron y entraron en la ciudad y se aparecieron a muchos.
          Hasta el centurión romano que vigilaba toda aquella operación, y los  que con el guardaban a Jesús, viendo todo lo que estaba ocurriendo, temieron. (Mt.27,54). Y viendo cómo expiró Jesús con aquel grito fuerte en la misma hora de la muerte, el centurión, que estaba frente a Jesús, acabó dando gloria a Dios (Lc.23,47-48) y  diciendo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios. (Mc.15,39).
          San Lucas nos dice también que las gentes aterrorizadas bajaban del Calvario dándose golpes de pecho. Los que un rato antes habían estado burlándose de Jesús porque no bajaba de la cruz, acaban sabiendo que Dios testificaba a favor de aquella víctima.
          Un dato que nos puede hacer de nuevas, pero que lo citan los tres sinópticos, las mujeres, y entre ellas María Magdalena, María  la madre de Santiago y José y la madre de Juan y Santiago, contemplaban desde lejos…, a distancia. En eso no coinciden con Juan, que las sitúa al pie de la cruz. No es un dato de mayor importancia, pero no deja de llamar la atención.
          Jesús ya ha muerto. La zozobra de María, su madre, es la de lo que queda ahora por delante, porque el destino de los ajusticiados era la fosa común. ¿Qué va a pasar ahora con el cadáver de Jesús?  ¿Ni siquiera va a tener sepultura digna? El corazón de la madre no sólo padece ahora mismo la muerte de su Hijo, sino la incertidumbre del momento después. Y que estamos a menos de tres horas de que todo eso vaya a suceder, porque para las 6 debe estar todo resuelto, por ser ya la Parasceve y no poder quedar en las cruces los tres ajusticiados, pues comienza la gran fiesta de los judíos. (Aunque la verdad es que el sentido de esa fiesta ya ha perdido su valor desde que ha quedado rasgado el velo del templo, y que Jesús ha empezado a inaugurar la verdadera Pascua. Pero los judíos seguirán con sus rituales, y las vísperas de la fiesta se echan ya encima).
          Acompañemos a María en estos momentos tan duros y presentémosle nuestro pesar por la muerte del Hijo, ese Jesús que ella nos dio lleno de vida en Belén y Nazaret, y que nosotros le devolvemos maltratado y muerto. Tenemos nuestra parte en toda esa tragedia, y al menos acerquémonos a la Madre para expresarle todo nuestro sentimiento de dolor y de amor. Decía el evangelista Juan que el discípulo la recibió en su casa. Y Juan cuidó de no ponerle nombre a ese discípulo. Quería que ocupáramos cada uno de nosotros ese puesto de discípulo amado, y nos apeguemos a la Virgen y la tengamos como muy nuestra, para vivir junto a ella y con ella el dolor y el amor.

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