lunes, 1 de abril de 2019

1 abril: La alegría del presente


LITURGIA
                      La llamada a la alegría que se abría ayer en la liturgia del 4º domingo de Cuaresma, se continúa hoy en la 1ª lectura (Is.65,17-21) con promesas de Dios que llenan el alma. Por lo pronto, del pasado no queda nada, porque Dios hace nuevas todas las cosas. [Pienso en esas personas que andan angustiadas por el pasado, que si tomaran en serio la Palabra de Dios, tendrían que concluir que ese pasado ya no existe (“del pasado no habrá recuerdo”)]. Lo que habrá ahora es gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear. Mirad: voy a transformar a Jerusalén en alegría y su pueblo en gozo. Y lo va concretando en hechos de lo que allí va a darse en adelante. [Mirada típica cristiana es la que mira hacia adelante con la ilusión de construir algo nuevo, sin perderse en un pasado que ya pasó].
          En Cafarnaúm –Jn.4,43-54-  Jesús es bien recibido al saber todo lo que Jesús había hecho en Jerusalén, durante la fiesta.
          En medio de la alegría del pueblo, un caso doloroso vienen a presentarle a Jesús: el hijo de un funcionario real está muy grave y a punto de muerte. Oyendo que Jesús ha regresado de Judea, el funcionario viene a suplicarle a Jesús que baje a su casa para que cure a su hijo. Y le insiste: Señor, baja ante de que muera mi hijo.
          Jesús lo expresó de palabra. No fue a la casa. Sencillamente dijo: Anda, tu hijo está curado. Y el oficial creyó en la palabra de Jesús, y emprendió el camino hacia su casa. Y comprobó que la curación del hijo se produjo exactamente a la hora en que Jesús le había dicho que su hijo estaba curado.

          [Oremos en la flagelación: QUIÉN ES ESTE.pg121]
          Me he detenido en lo que pudiéramos decir “la historia de la flagelación”. Pero quedaría mal sentida la Pasión si no detuviéramos la atención en plano de oración. San Ignacio quiere que la vivamos experimentando nosotros el dolor de Cristo, el quebranto de Cristo, la pena interna por todo lo que Cristo penó por mí. Así en singular, viviendo en primera persona aquellos enormes tormentos que padeció Jesús. Como aquel niño de la catequesis de San Manuel González que al preguntarle qué hubiera hecho él en aquel momento, respondió que hubiera apagado la luz y se hubiera puesto delante para que los golpes se los dieran a él y no a Jesús.
          Por ello vivamos el momento. Cuando, acabado aquello, soltaron la sujeción de las manos, Jesús cayó al suelo como un fardo, en el charco de su propia sangre. Los verdugos han acabado su trabajo; ya están acostumbrados a todo eso, y se retiran, dejando así a Jesús.
          Yo no puedo acostumbrarme a dejar a Jesús en esas condiciones. Quiero sentirme metido tan en Él y en su padecer, que pienso que es mi hora de acercarme hasta su cuerpo inerte. Que al fin y al cabo, así está por todo lo que es maldad, pasión, pecado.  Y ahí, en eso, estoy directamente yo. Claro: acercarme a Jesús ahora mismo lleva dos momentos que yo desearía evitar, aunque no me será posible: uno, que tengo que entrar pisando su propia sangre, salpicada en todas direcciones. [No me resulta nuevo eso de “pisar la sangre de Jesús”…].  Y que a la hora de querer ayudarle, ¿cómo toco aquel cuerpo llagado tan terriblemente, sin reproducirle dolores insoportables?
          Tendré que empezar por intentar llevarle un poco de agua. Ha perdido mucha sangre y debe tener una sed ardiente, la boca seca por el dolor soportado. Es lo mínimo que puedo hacer para calmarle su sufrimiento.  Y que me enseñó Él que no queda sin recompensa.  Luego, si Jesús va recuperándose algo, más que yo cogerlo, intentar ofrecerle mi brazo, mis fuerzas, para que Él mismo se apoye. Y aun así no podré evitar rozar sus llagas… Quiero ayudarle a arrastrar sus pies, sin fuerzas, hasta un banco de piedra junto a la pared.  Cubrirle su cuerpo desnudo, aunque bien comprendo que eso es renovarle dolor. Pero comprendo que Jesús soporta ese dolor nuevo en aras de un pudor que para Él es tan sagrado.  Tiene el cuerpo ardiendo de fiebre por el traumatismo sufrido, y está tiritando.

          Y mientras estoy allí con Él, acercándole sorbos de agua, no puedo menos que mirar lo que padece Jesús en su cuerpo físico, y cambiar la mirada a mi búsqueda constante de comodidad, gusto, sensualidad que agrade los sentidos…  ¡Y que sea sólo eso…!  Y ahora comprendo por qué los grandes primeros Santos Padres de la Iglesia, identificaron este castigo con el pecado del placer carnal que nosotros tan instintivamente buscamos…

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