martes, 2 de agosto de 2016

2 agosto: Ánimo, SOY YO.

Liturgia
          Dos partes muy diferentes nos muestra hoy la composición que la liturgia ha hecho del relato de Jeremías (30, 1-2. 12-15. 18-22). Comienza por la consabida profecía del desastre de Jerusalén, cuya fractura es incurable, su herida enconada y su llaga profunda. Pero después que ha quedado claro el desastre que corresponde a aquella ciudad, surge la palabra esperanzadora de Dios: Yo cambiaré la suerte de las tiendas de Jacob, me compadeceré de sus moradas; sobre sus ruinas será reconstruida la ciudad. Saldrá de ella un príncipe, su señor y se llegará a mí. Yo seré su Dios y vosotros seréis mi pueblo. En medio de la profecía de la muerte, se anuncia un Salvador y una redención de aquella ciudad que volverá a encontrar a su Dios.

          Mt 14, 22-36 es un relato complejo. Ya tiene una particularidad el hecho de que Jesús apremie a sus apóstoles a embarcarse mientras él se queda en tierra. Desde que eligió a sus discípulos para estar con él, es la primera vez que él no los lleva consigo o él no se mete en la  misma barca que ellos. Algo ha ocurrido que origina esa situación. Y puede ser muy bien que ellos se sumaron a la idea del pueblo que, emocionado por los panes multiplicados, pretendió hacer de Jesús un “rey” que les resolviera sus problemas humanos.
          Jesús obliga a sus apóstoles a irse solos en la barca, y él se retira a orar.
          Pero surge la doble tempestad en el Lago. Una, la que ellos llevan dentro por razón de aquel incidente. Otra, el viento que arrecia y las olas que se encrespan. Y lo pasan muy mal.
          Jesús no se ha retirado tanto de ellos que los deje en aquel aprieto y se viene andando sobre el agua. Ellos vislumbran una figura blanca en medio del mar y se asustan sobremanera y gritan de miedo. Jesús levanta la voz para darles confianza: ¡Ánimo, SOY YO, no tengáis miedo!
          Palabra que debe acompañarnos siempre, y precisamente más en los momentos difíciles. Porque entonces ha de resonarnos el: ánimo, soy yo, no tengáis miedo. Aunque en el colmo del estupor lleguemos a pedir lo imposible, como hizo Simón Pedro, que se atrevió a pedirle al Señor una prueba de que era Él: Si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre el mar. No cabe duda que el bueno de Pedro se excedía en su petición. Pero era el abandono total en la confianza.
          Y Jesús lo llamó: ¡Ven!
          Simón Pedro se echa al mar con toda su confianza y mirando sólo a Jesús. Y camina unos pasos por el agua, hasta que él mismo reflexiona humanamente sobre lo que está haciendo, y ante una embestida de las olas pone sus ojos en él mismo…, y empieza a hundirse. El lobo de mar no sabe ahora ni nadar y sólo le sale un grito de petición de socorro: ¡Señor, sálvame! Estaba tan cerca de Jesús que le bastó a Jesús alargar la mano para asirlo y ponerlo a salvo. Y los dos estaban tan cerca de la barca que subieron a ella y el mar se calmó.
          Todo esto va más allá de la narración del evangelista. Porque en la vida nos surgen situaciones semejantes. Por unas razones u otras, por culpas o sin ellas, no bogamos más de una vez junto a Jesús. Y nos surgen las tempestades de dentro y de fuera. Nos creemos huérfanos, vacíos, con la fe apagada… Sin embargo Jesús no nos ha dejado de mirar ni un solo instante y acaba apareciendo. El cómo aparece ya no es siempre como lo imaginamos. A  veces viene sobre la misma crisis, sobre el mismo fallo nuestro…, y no lo descubrimos. Lo creemos fantasma. Gritamos llenos de miedo. Y Él nos dice: Ánimo, soy yo, aunque a veces no al modo que deseabais. Pero SOY YO. Y hemos de creerlo y hemos de aceptarlo así, y que no nos miremos tanto a nosotros mismos ni a las olas que nos sacuden. Y que el resultado final sea que suba de nuevo a la barca, haciéndose la paz en nuestro interior.
          Concluye el relato con el desembarco en Genesaret y la admiración de los habitantes de aquel lugar, con las gentes trayendo a sus enfermos y viniendo a escuchar a Jesús, pidiéndole que siquiera les dejara tocar el filo de su manto porque con solo eso quedaban curados de sus enfermedades.

          Que nuestra oración y nuestra confianza también se excite ante la presencia de Jesús…, y aunque solo sea “rozarle”, tomar siempre contacto con él para sanar de nuestras carencias de todo tipo.

2 comentarios:

  1. Ana Ciudad10:02 a. m.

    CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (Continuación)

    LOS HOMBRES RESPONDEN A DIOS.

    "Creo para comprender y comprendo para creer mejor". (San Agustín)

    ¿QUÉ ES LA FE?.-La fe es saber y confiar. Tiene sieteb rasgos:

    1) La fe es puro don de Dios, que recibimos, si lo pedimos ardientemente.
    2) La fe es la fuerza sobrenatural que nos es necesaria para obtener la salvación.
    3) La fe exige voluntad libre y entendimiento lúcido del hombre cuando acepta la voluntad divina.
    4) La fe es absolutamente cierta, porque tiene la garantía de Jesús.
    5) La fe es incompleta mientras no sea efectiva en el amor.
    6) La fe aumenta si escuchamos con más atención la voz de Dios y mediante la oración estamos en un intercambio vivo con él.
    7) La fe nos permite ya ahora gustar por adelantado la alegría del cielo.

    Quien cree busca una relación personal con Dios y está dispuesto a creer todo lo que Dios muestra (revela) de sí mismo.
    Al comienzo del acto de fe hay con frecuencia una inquietud. El hombre experimenta que el mundo visible y el transcurso normal de las cosa no pueden ser todo. Se siente tocado por un misterio. Sigue las pistas que le señalan la existencia de Dios y paulatinamente logra la confianza de dirigirse a Dios y finalmente de adherirse a él libremente. En el Evangelio de San Juan leemos:"A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer". Por eso debemos creer en Jesús, el Hijo de Dios, s.
    i queremos saber que nos quiere comunicar Dios. Por eso creer es acoger a Jesús y jugarse toda la vida por él

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  2. Todos los discípulos de Jesús navegamos embarcados en la misma barca- la Iglesia. Algunas veces nos sentimos frágiles y solos. Sentimos la ausencia de Jesús; nos olvidamos de que Él está vivo, que nos protege...nos dice: "¡estoy con vosotros, no tengáis miedo!". Él sostiene nuestra fe cuando tememos hundirnos. Nuestra fe ejercitada y vivida por toda la comunidad eclesial, nos da seguridad y hace que perdamos el miedo y que seamos como Jesús y con Jesús, portadores de esperanza

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