jueves, 22 de agosto de 2019

22 agosto: El vestido de bodas


LITURGIA
                        La historia de  Jefté (Jue.11,29-39) no deja de ser muy original, pero revela el sentido de fidelidad a un juramento hecho a Señor. De suyo, en sana moral era un juramento inválido porque no se puede prometer algo que no es bueno en sí mismo. Y para tiempos y culturas más avanzadas, un juramento tiene validez cuando lo prometido es mejor que su contrario. Evidentemente no era mejor ofrecer a Dios la vida de otro (ni aun la propia vida), y en caso de haberlo hecho en un momento de ofuscación, no obliga su cumplimiento. Es un juramento inválido porque es ilícito.
            Pero para los tiempos aquellos las cosas pintaban así Jefté ha ido dominando pueblos, y ya al final –ante una mayor dificultad- decide ofrecer a Dios en sacrificio a la primera persona que –a su regreso victorioso- le salga al encuentro. Resultó ser su propia hija, e hija única, la que salió a recibirlo con fiestas. Jefté se rasga las vestiduras y le confiesa a su hija la desgracia que le supone que ella haya sido quien lo reciba, dado que tenía hecho un voto al Señor. La hija acepta porque sabe el valor de ese juramento y lo que le pide a su padre es que le deje dos meses para llorar que no llegará a ser madre. El padre se lo concede y, cumplido el plazo, cumple su juramento. Cosas propias de culturas primitivas.

            El evangelio es una nueva parábola de Jesús que vendría a completar la que vimos ayer. Ayer veíamos a Dios que acepta a sus hijos aunque hayan acudido muy a última hora. ¡Pero han acudido! Hoy nos presenta el caso de los siervos que no acuden. Lo presenta San Mateo como una boda a la que son invitados los comensales (22, 1-14). Pero esos invitados no acuden a la invitación. Cada cual presenta sus excusas; el hecho es que no acuden. Y no sólo no acuden sino que maltratan a los emisarios hasta matarlos. El rey monta en cólera y envía sus tropas a acabar con los desagradecidos.
            Y a su vez envía otros criados para que salgan a las encrucijadas de los caminos e inviten a todos a participar del banquete de las bodas. Quiere decir: han fallado los judíos, y son invitados los de fuera. No acudieron a la boda los primeros, y son llamados los que no eran primeros invitados. Estamos, pues, completando la parábola anterior. El secreto de hallar la acogida y la paga correspondiente es acudir a la invitación. Y ahora en esta parábola, cuando han fallado los primeros, encuentran acogida los últimos, que llenan la sala del banquete.
            Pero, últimos y de “las encrucijadas”, deben acudir con el debido comportamiento: “con el traje de fiesta”. El hecho de ser invitados no supone poder presentarse de cualquier manera. Porque el que pretende estar sin el debido comportamiento, es interrogado por el rey: Amigo, ¿cómo es que has entrado sin el traje de fiesta? Naturalmente no tiene respuesta, no tiene explicación que dar. Después de invitado gratuitamente, no puede faltar al respeto al rey. Por ello el rey da orden a sus criados  para que lo echen fuera.
            Y concluye la parábola con ese toque peculiar de Jesús que quiere hacer caer en la cuenta del remordimiento que tiene que quedar cuando se ha tenido la oportunidad a la mano, y tan gratuitamente, y se ha desaprovechado. Dice Jesús que, arrojados fuera de la sala del banquete (que representa al Reino), allí será el llanto y el rechinar de dientes, la desesperanza, la quemazón de la oportunidad perdida.

            Es clara la lección: aparte de los extremos de la descripción con los que Jesús quiere hacer más sensible la parábola, los que fueron llamados a la viña o a la boda y no acudieron, no podrán gozar del reino. Pero tampoco el que acude en mala disposición.
            Lo que significa que vivir el reino lleva la gratuidad de la llamada pero la responsabilidad de estar en él con las debidas condiciones. Piensa uno hoy día en las filas de comulgantes y en la falta de confesiones…; en la manga ancha de más de uno que no se acerca a la Comunión con el “vestido de bodas” (el alma en gracia de Dios), y queda el resquemor de esta parábola que tiene hoy el mismo vigor que cuando Jesús la expuso. Y deja mucho que pensar.

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