LITURGIA- Domingo 20 C, T.O.
Jeremías es maltratado
pero recogido de nuevo para que no muera (Jer.38,4-6.6-10). Había sido acusado
de desmoralizar al pueblo con sus profecías y predicaciones: ese hombre no busca el bien del pueblo, sino
su desgracia Y presentados los cargos ante el rey, el rey se lo deja en sus
manos a los acusadores, diciendo que él no puede hacer nada contra la opinión
del pueblo.
Lo tomaron y lo bajaron con cuerdas
a un pozo sin agua pero con mucho fango.
Hubo uno que salió en defensa de
Jeremías y se plantó ante el rey para salvar la vida del profeta, y el rey
accedió: le dio tres hombres para que lo sacaran del algibe.
Jesús en el evangelio (Lc.12,49-53)
podría también ser acusado de desmoralizar al pueblo porque predice la tensión
a la que se va a ver llevada la misma familia ante la predicación del
evangelio: en una familia van a estar dos
contra tres y tres contra dos, el padre contra el hijo y el hijo contra el
padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la
nuera y la nuera contra la suegra.
Suena mal este dicho de Jesús pero
expresa una realidad que hoy día es perfectamente constatable en la familia:
por razón de la fe de unos y la falta de fe de otros, la misma familia se
divide. ¡Cuántas abuelas, con su fe arraigada, pretenden influir en la fa de
los nietos (carentes de formación religiosa en sus hogares), y se topan con el
hijo, o la hija o la nuera que no quieren que se haga esa labor con los nietos!
Ese era el anuncio de Jesús. No desmoralizaba a nadie; dejaba constancia de la
desmoralización en algunos miembros de la familia. Y por tanto de las tensiones
que origina que algunos padres no bauticen a sus hijos, mientras que los
abuelos viven la fe y quieren que los nietos sean bautizados. Y como ésta,
otras cosas de signo semejante. Y la tensión familiar está servida.
Jesucristo pretendíó dignificar (no
desmoralizar) y por eso se veía a sí mismo como
el que ha venido a prender fuego en la
tierra, y sufre las ansias de que la tierra no arde. Y no es un mero
impulso; que ese deseo le cuesta la vida, y él lo sabe. Tengo que pasar por un bautismo, y qué angustia hasta que se cumpla.
Y el bautismo a que se refiere es su propia muerte. Desde esa atalaya mira al
mundo y lo quiere ardiendo. Pero el mundo no arde. Se vuelve de espaldas. Y
Jesús tiene que pronunciar esa frase que parece contradictoria con toda su
vida: ¿Pensáis que he venido a traer paz
al mundo? No, sino división. Y eso es que Jesús se distingue por la paz.
Pero ahora habla de otra guerra: la
que cada cual ha de hacer contra sí mismo para poder aceptar en su vida el
“bautismo” de Jesús…, la muerte al amor propio, la lucha contra las tendencias
humanas profanas. Y consiguientemente la tensión que eso origina en la misma
familia y que provoca la división de dos contra tres y de tres contra dos.
Apoya este pensamiento la 2ª lectura
(Heb.12,1-4) en la que el autor declara que una
ingente nube de espectadores nos rodea y nos observa y nos hace de
testigos: Por tanto, quitémonos lo que
nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos la carrera que nos toca, sin
retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, que
renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia.
Ahí está la guerra que hay que hacer, en imitación y seguimiento de Jesús.
Luego queda la parte triunfal de esa
guerra, por la que Jesús está sentado a
la derecha del Padre. Y nos recuerda que nosotros no hemos llegado a tener
que vivir ese extremo de la cruz: Todavía
no ha llegado a la sangre nuestra pelea con el pecado.
La EUCARISTÍA nos pone ante esa realidad de lucha y
paz; de darnos la paz a costa de hacernos la guerra personal. Y de que nos ponga
ante los ojos del alma que vivir el evangelio es tan influyente que ha de hacer mella en nuestros
comportamientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡GRACIAS POR COMENTAR!