domingo, 18 de agosto de 2019

18 agosto: Paz y división


LITURGIA- Domingo 20 C, T.O.
                        Jeremías es maltratado pero recogido de nuevo para que no muera (Jer.38,4-6.6-10). Había sido acusado de desmoralizar al pueblo con sus profecías y predicaciones: ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia Y presentados los cargos ante el rey, el rey se lo deja en sus manos a los acusadores, diciendo que él no puede hacer nada contra la opinión del pueblo.
            Lo tomaron y lo bajaron con cuerdas a un pozo sin agua pero con mucho fango.
            Hubo uno que salió en defensa de Jeremías y se plantó ante el rey para salvar la vida del profeta, y el rey accedió: le dio tres hombres para que lo sacaran del algibe.

            Jesús en el evangelio (Lc.12,49-53) podría también ser acusado de desmoralizar al pueblo porque predice la tensión a la que se va a ver llevada la misma familia ante la predicación del evangelio: en una familia van a estar dos contra tres y tres contra dos, el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.
            Suena mal este dicho de Jesús pero expresa una realidad que hoy día es perfectamente constatable en la familia: por razón de la fe de unos y la falta de fe de otros, la misma familia se divide. ¡Cuántas abuelas, con su fe arraigada, pretenden influir en la fa de los nietos (carentes de formación religiosa en sus hogares), y se topan con el hijo, o la hija o la nuera que no quieren que se haga esa labor con los nietos! Ese era el anuncio de Jesús. No desmoralizaba a nadie; dejaba constancia de la desmoralización en algunos miembros de la familia. Y por tanto de las tensiones que origina que algunos padres no bauticen a sus hijos, mientras que los abuelos viven la fe y quieren que los nietos sean bautizados. Y como ésta, otras cosas de signo semejante. Y la tensión familiar está servida.
            Jesucristo pretendíó dignificar (no desmoralizar) y por eso se veía a sí mismo como el que ha venido a prender fuego en la tierra, y sufre las ansias de que la tierra no arde. Y no es un mero impulso; que ese deseo le cuesta la vida, y él lo sabe. Tengo que pasar por un bautismo, y qué angustia hasta que se cumpla. Y el bautismo a que se refiere es su propia muerte. Desde esa atalaya mira al mundo y lo quiere ardiendo. Pero el mundo no arde. Se vuelve de espaldas. Y Jesús tiene que pronunciar esa frase que parece contradictoria con toda su vida: ¿Pensáis que he venido a traer paz al mundo? No, sino división. Y eso es que Jesús se distingue por la paz.
            Pero ahora habla de otra guerra: la que cada cual ha de hacer contra sí mismo para poder aceptar en su vida el “bautismo” de Jesús…, la muerte al amor propio, la lucha contra las tendencias humanas profanas. Y consiguientemente la tensión que eso origina en la misma familia y que provoca la división de dos contra tres y de tres contra dos.

            Apoya este pensamiento la 2ª lectura (Heb.12,1-4) en la que el autor declara que una ingente nube de espectadores nos rodea y nos observa y nos hace de testigos: Por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia. Ahí está la guerra que hay que hacer, en imitación y seguimiento de Jesús.
            Luego queda la parte triunfal de esa guerra, por la que Jesús está sentado a la derecha del Padre. Y nos recuerda que nosotros no hemos llegado a tener que vivir ese extremo de la cruz: Todavía no ha llegado a la sangre nuestra pelea con el pecado.

            La EUCARISTÍA nos pone ante esa realidad de lucha y paz; de darnos la paz a costa de hacernos la guerra personal. Y de que nos ponga ante los ojos del alma que vivir el evangelio es tan  influyente que ha de hacer mella en nuestros comportamientos.

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