sábado, 30 de marzo de 2019

30 marzo: Fariseo y publicano


LITURGIA
                      Llegamos al final de la tercera semana de Cuaresma. La constatación que hace el Señor en Os.6,1-6 es la de un pueblo que vuelve al Señor. Cuanto se ha padecido, cuantas pruebas ha encontrado en su camino, han sido para que se manifieste con más fuerza la misericordia de Dios. Lo que queda ahora es esforzarse por conocer más al Señor.
          El Señor será para nosotros como lluvia temprana y tardía, lluvia fecundante que empapa la tierra. Porque quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos.
          Enlaza con el evangelio Lc.18,9-14), la conocida parábola del fariseo y el publicano. En ella se muestra de una parte al hombre que viene a presentar ante Dios sus méritos y por tanto “sus derechos” a ser escuchado. Es un hombre que no se ve en la necesidad de “volver al Señor”, porque se considera ya justificado: Yo pago, yo ayuno…; no soy como los demás hombres, que él cataloga ya de injustos, adúlteros o despreciables publicanos (como ese que está al final del templo, casi sin atreverse a mirar hacia arriba, porque se considera pobre pecador que sólo puede esperar de la misericordia de Dios).
          Jesucristo emite su juicio sobre los dos personajes: el que se cree bueno, ya ha cobrado su paga. No puede recibir la paga de Dios. El publicano, que sólo pide misericordia, sale perdonado.

          [SINÓPSIS 311; QUIÉN ES ESTE, pgs. 120-122]
          La flagelación era un castigo de esclavos. De hecho San Pablo recurrió a declararse ciudadano romano para no ser azotado. La flagelación dejaba infamado socialmente, y eso en el buen caso de salir con vida.
          El castigo “a la romana” no tenía fijado un límite de azotes. Ni un tipo de flagelo, que podía llegar a ser sangrante por sí mismo. Aunque la realidad es que siempre acababa el castigado con las carnes destrozadas.
          Al modo judío estaba limitado a 39 azotes, por una interpretación muy farisaica del castigo indicado en el Código de la Alianza, que advertía que se dieran 40, pero que se tuviera cuidado de la vida de la víctima. Y lo resolvieron determinando que fueran “40 azotes menos uno”
          El flagelo normal podía ser, bien de dos correas de cuero acabadas cada una en dos bolas de acero, bien de 4 correas terminadas en una bola de acero. Otros flagelos no eran normales. Gibson, que se plantea la flagelación del Señor desde un modo muy peliculero, presenta ese flagelo de una bola grande llena de pinchos en todo su exterior, aunque se descartara para este caso.
          Los verdugos eran gente avezada, que cumplían su oficio como se puede cumplir con otro. No hemos de pensar que esos hombres tuvieran una aversión especial contra Jesús. Era uno más de los que tenían que castigar. Ni con más ganas, ni con menos. No hay por qué imaginar, a lo Gibson, unos facinerosos llenos de odio o brutalidad.
          A la víctima desnuda se le podía atar de diversas maneras. Me inclino por una columna más alta, que mantiene los brazos en alto con una argolla y dejan al descubierto todo el torso, quedando el cuerpo al descubierto de la espalda a los pies. Y un verdugo a la derecha y otro a la izquierda van dejando caer los golpes.
          Esa es la imagen de Jesús en los azotes. Un primer golpe que duele, un segundo que estremece, un tercero que contorsiona, un cuarto que abre llaga…, y así sucesivamente, hasta los posibles 39 que dejan un total de 156 puntos magullados o heridos.
          Lo más probable es que no se podían soportar en estado de conciencia. El umbral del dolor es muy sabio y la víctima de un martirio como éste, acaba perdiendo el conocimiento y dejando derrengado el cuerpo que queda péndulo colgado de las manos. La sangre brota al exterior y llega a salpicar sobre el suelo.
          Así se prolonga este castigo golpe tras golpe, y a partir de un determinado momento ya sin sentido. Es simplemente cumplir con el oficio. Pero para nosotros debe ser objeto de una oracion íntima, porque no podemos asistir a este episodio como meros espectadores a los que se nos cuenta el hecho como una película. Tenemos que personarnos en aquel patio y sentir con Cristo el dolor y la humillación y barbarie de este hecho. Para Pilato era un “castigo” para luego dejar en libertad a Jesús… Lo que pasa es que eso no se lo creía ni él. Se aisló del suceso mientras él estaba en sus habitaciones interiores de la Torre Antonia, como si aquello que había ordenado no tuviera más trascendencia. Lo que pasara con Jesús le importaba poco. Lo que a él le interesaba era salir él indemne del caso.

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