jueves, 21 de marzo de 2019

21 marzo: Benditos y malditos


LITURGIA
                      El evangelio de hoy (Lc.16,19-31) es el que lleva la voz cantante para expresar de una manera gráfica lo que ya ha expresado en frases la 1ª lectura: Jer.17,5-10.
          Jesús dibujaba las situaciones, y de lo que era un pensamiento, hace una imagen. Presenta dos personajes muy contrarios; de una parte un ricachón, sin nombre, que vive espléndidamente en comer y vestir, y no hace ningún caso de otro, un mendigo llamado Lázaro, que se sitúa a la puerta del rico, pero que no tiene para comer ni siquiera las sobras de aquella espléndida mesa. Para resaltar la situación, mientras del rico no recibe nada, los perros vienen a lamerle las llagas.
          Muere uno y otro. Al rico, escuetamente, lo enterraron. El pobre es llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Y ahora se cambian las tornas: el pobre goza y descansa mientras que el rico vive ahora la mayor miseria y se abrasa en las llamas.
          El rico pide ahora la ayuda del pobre, al que él nunca socorrió, y se contentaría con una gota de agua en el dedo del pobre, que le refrescase la lengua. Pero ahora está en una situación extrema de soledad…, equivalente a la que él dejó a Lázaro cuando estaba echado en su puerta. Peor. Porque la distancia que se abre entre su lugar y el seno de Abrahán es infranqueable, de modo que ni queriendo, puede el rico pasar de su infierno al lugar de Lázaro, ni Lázaro puede pasar ya allí.
          Se ha cumplido el pensamiento de la 1ª lectura: Maldito el que confía sólo en el hombre, realidad que vive ahora el que fue rico, y Bendito el que pone su confianza en el Señor: es la situación del que fue pobre.

          [SINOPSIS, 296-299; QUIÉN ES ESTE, pg. 107]
          Acababa mi meditación anterior diciendo que simultáneamente a las vejaciones, golpes y salivazos, le esperaba a Jesús una “pasión paralela”, mucho más dolorosa. Nos dice el evangelio de Juan que Pedro y otro discípulo seguían a Jesús tras el prendimiento. Pedro no se conformaba con lo que había sucedido en el Huerto, y quiere estar cerca de la situación. Ese “otro discípulo” conocía a la portera del palacio de Caifás, y le habló para que Pedro pudiera entrar al patio. Pedro quería ver en qué paraba todo aquello y se sentó con los criados y criadas que habían encendido un fuego para calentarse en aquella noche de abril. Pero su atención no estaba en las conversaciones de los criados, sino nerviosamente en la algarabía de los criados que andaban jugando dramáticamente con Jesús.
          Una criada lo observó y acabó mirándolo fijamente y diciéndole: Tú estabas también con Jesús el galileo. Y Pedro, aturdido por aquello, pretendió escabullirse disimulando con un displicente: No sé lo que dices. Y siguió como si con él no fuera aquello.
          Ya estaba en el ojo de mira y se puso en pie, se fue hacia la entrada y lo prudente hubiera sido quitarse de en medio, porque el que quita la ocasión, quita el peligro. Pero Pedro tenía por otra parte ese imán de conocer qué pasaba con el Maestro y se volvió a sentar con el grupo.
          Una segunda criada se volvió a los presentes y dijo;  Éste estaba con Jesús  el nazareno. Y Pedro ahora, nervioso levanta más la voz para negarlo, y con una frase un tanto despectiva: No conozco a ese hombre. Muy fácilmente podía haberlo oído ya Jesús, que sufría en ese momento  más por Pedro que por las injurias que él padecía.
          Y en su intento de chafarse de esa situación, optó por meterse más en las conversaciones del grupo. Con lo cual acabó delatándose  más, porque los criados se quedaron mirándolo y le dijeron: Tu acento galilea te delata. Y él empezó a soltar imprecaciones, a maldecir y a jurar: ‘Yo no conozco al hombre’. Gritaba. Y un gallo cantó. Más nervioso se puso y más gritaba. Un criado se le quedó mirando. Era pariente del que Pedro le había cortado la oreja en el huerto. Y se lo dijo: Tú andabas con él y te vi en el huerto. Pedro ya, con los papeles perdidos gritó más fuerte: No conozco ese hombre del que habláis. No se dio cuenta de que en ese momento trasladaban a Jesús a la mazmorra y se cruzaron las miradas, mientas cantaba el gallo por segunda vez. ¡Qué mirada aquella de Jesús! Sus ojos hundidos por el sufrimiento físico, y el alma partida al ver a su desgraciado apóstol que había caído de lleno en lo que él ya le había advertido.
          Pedro no pudo ya hacer otra cosa que salirse fuera y empezar a llorar amargamente: ¡había traicionado al Maestro!

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