miércoles, 9 de enero de 2019

9 enero: No tengáis miedo


LITURGIA
                      La 1ª lectura de hoy, que como los días anteriores es de la 1ª carta de San Juan (4,11-18),es de las que más que explicaciones está pidiendo leerla despacio, leerla en actitud de oración, y sacarle sus consecuencias. Por eso la transcribo con leves reflexiones que pueden venir al caso.
            Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Ya comentaba yo hace poco que es una lógica muy particular, porque si ha comenzado con esa afirmación de que Dios nos ha amado de esta manera…, la conclusión que caería de su peso es la forma en que nosotros debemos amar a Dios. Pero Juan lo hace mucho más realista: la correspondencia a tal amor de Dios es “amarnos los unos a los otros”.
            La razón sí que viene en lógica normal: A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. A Dios no lo hemos visto. A quien vemos constantemente es al hermano que tenemos a mano. Ahí nos toca depositar toda la fuerza de nuestra correspondencia a Dios.
            En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo para ser Salvador del mundo.
Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios.
            Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él. En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en que tengamos confianza en el día del juicio, pues como él es, así somos nosotros en este mundo.
            Para concluir nuevamente como el día anterior una realidad  tan importante en la relación del hombre con Dios: No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor tiene que ver con el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Es evidente: temer es porque hay una idea de un mal que viene detrás…, de un Dios castigador del que hay que defenderse, o al que se le tiene miedo. Y la realidad de Dios es absolutamente contraria a esa idea del Dios castigador. Porque Dios es el Dios que ama, que se acerca, que comprende, que perdona, que sabe muy bien lo que da de sí el hombre, y Dios –en su sabiduría- no va a exigirle al hombre más de lo que realmente puede dar. Y Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y tenga vida.

            El evangelio es continuación del de ayer: Mc.6,45-52 nos narra lo que siguió a la multiplicación de los panes y a que aquella muchedumbre se saciara, y hasta sobrara con cinco panes y dos peces: Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran hacia la orilla de Betsaida, mientras él despedía a la gente. Y la pregunta que siempre se ocurre es ¿por qué ese apremio, por qué enviarlos solos y él quedarse? La posible explicación la hallaríamos en un dato que nos aporta San Juan: las gentes quisieron erigir a Jesús como rey (o alcalde), y es muy posible que los discípulos lo vieran aquello genial, puesto que ellos seguían pensando en un mesianismo humano. Y como Jesús vio que en ese momento ellos resultaban un estorbo, los apremia a marcharse en la barca y él va apaciguando a aquellas gentes exaltadas a que se vuelvan a sus casas. Luego, se retiró a orar en el monte.
            Queda imaginar el contenido de aquella oración que podía resultar agridulce. Gozosa por el bien que había hecho, por la forma en que había desenvuelto la situación. Dolorida por la incomprensión de los discípulos. Y luego, muy abandonada en los brazos de Dios, con aquella intimidad con la que Jesús oraba, y cargaba pilas para su acto siguiente.
            Que no tardó en presentarse. Porque llegada la noche, la barca estaba en mitad del lago…, y viendo Jesús el trabajo con que remaban, porque tenían el viento contrario, a eso de la cuarta vigilia de la noche va hacia ellos andando sobre el agua.
            El pavor sobrecogió a los Doce. De noche, llenos de miedo por la tormenta y con una figura blanca por encima del mar. Gritaron. Temieron que fuera un fantasma. Entonces Jesús alza la voz y les dice: Ánimo, no temáis, soy yo. Y entrando en la barca con ellos, amainó el viento.
            Estaban en el colmo del estupor, pues no habían comprendido más allá, a pesar del hecho reciente de los panes. Y comenta el evangelista: Porque eran torpes para entender.

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