jueves, 24 de enero de 2019

24 enero: Sencillez y bondad


El Papa  pide oraciones, en concreto el Rosario por la paz, para su viaje a JMJ.
LITURGIA
                      Hebreos 7, 25-8, 6. Jesús puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos. Es lo propio del sacerdote: servir de intermediario entre los hombres y Dios, entre Dios y los hombres.
            Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. Él no necesita ofrecer sacrificios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. Jesucristo fue el sacerdote inmolado en el ara de la cruz; él no pagaba por pecados propios –que no tiene ni puede tener-, pero hasta allí llevó el pliego de multas que nos correspondía pagar a nosotros. Lo que pasa es que nosotros no podíamos pagar tamaña cuenta, y Jesús lo hace en lugar nuestro.
            Tenemos un sumo sacerdote que está sentado a la derecha del trono de la Majestad en los cielos y es ministro del Santuario y de la Tienda verdadera, construida por el Señor y no por un hombre. En efecto, todo sumo sacerdote está puesto para ofrecer dones y sacrificios; de ahí la necesidad de que también Jesús tenga algo que ofrecer. Mas ahora a Cristo le ha correspondido un ministerio tanto más excelente cuanto mejor es la alianza de la que es mediador: una alianza basada en promesas mejores.

          El conciliábulo de fariseos y herodianos para ver cómo acabar con Jesús, colma ya el vaso. Jesús está en peligro y Jesús no es un temerario que pretenda exacerbar a los que se han constituido en enemigos abiertos. Los últimos episodios en Mc.2 y en Mc.3 aconsejan quitarse de en medio y evitar la confrontación que ya ha subido de tono.
          Por eso la acción de Jesús, la que sigue a todos los hechos anteriores, es la de pasarse a la otra orilla del Lago (Mc.3,7-12), poner agua por medio y enfriar la temperatura que se había creado.
          La gente estaba con Jesús. La gente sintonizaba con los sentimientos y las acciones de Jesús, y lo siguieron. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía a él mucha gente de Judea, de Jerusalén, de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de Tiro y Sidón. Prácticamente de toda Palestina, a un lado y otro del Jordán. Las obras que hacía y las enseñanzas que daba tenían un atractivo muy fuerte. Y su delicadeza y cercanía a la gente era algo que subyugaba.
          Jesús tuvo que pedirles a sus discípulos que le tuvieran una barca preparada donde refugiarse, porque estaba a punto de estrujarlo el gentío. Aquí no había el prejuicio de los fariseos, y Jesús actuaba con la libertad que le daba su buen hacer.
          Como había curado  a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo. Incluso los espíritus inmundos lo aclamaban por su nombre de “Hijo de Dios”, aunque Jesús no les permitía hacerlo, prohibiéndoles severamente que le diesen a conocer.
          Y así acaba esta secuencia que nos trae hoy la liturgia, sin contarnos un hecho concreto pero dándonos una panorámica de la obra que  iba desenvolviendo Jesús en esta etapa de su vida. Los hechos concretos son siempre más llamativos y más vistosos para el comentario, pero tenemos que saber “leer” la profundidad de esta narración en la que queda patente cómo la gente se apegaba a Jesús por sus obras y por su modo de proceder.
          Milagros nosotros no hacemos. Hechos concretos llamativos no suele ser lo normal. Y sin embargo nuestro testimonio cristiano tiene que venir de lo diario: de nuestra sencillez, bondad, comprensión, prudencia, cercanía, paciencia…, y todo ese conjunto de realidades pequeñas que nos han de definir habitualmente.
          Digo “testimonio” y podemos también decir: nuestra paz personal. La vida de hoy se ha hecho extremadamente tensa, belicosa, reivindicativa, egoísta. Y la gente no se hace amable porque anda siempre a la gresca. En medio de todo eso es placentero encontrarse con agentes de paz, personas acogedoras, que sirven de atemperadores en medio de las tensiones. Personas que, al modo de Jesús, huyen de la confrontación y buscan trasmitir bondad y serenidad en palabras y actitudes.

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