miércoles, 24 de abril de 2013

Sigue San Marcos


3, 7-12
             Es frecuente que Jesús “huya” de las situaciones de tensión. Cuando no está por medio la gloria de Dios, la defensa de la verdad, el servicio directo a una necesidad, Jesús no entra al trapo de las provocaciones. Y prefiere alejarse del foco de discusión o pelea. Y así, tras aquello de la sinagoga, donde había curado al paralítico de un brazo aun frente al silencio amenazante de los fariseos… (que concluyen que hay que acabar con Él), Jesús opta por la retirada.  Lo veremos muchas veces en ese modo de obrar. Pone tierra por medio, y hasta muchas veces intenta pasar de incógnito. Todo, menos caer en la trampa de la discusión inútil, las explicaciones que no van a ser nunca admitidas por más razones que dé. ¡Tierra por medio!, y esperar que amaine el temporal.
             Así lo vemos ahora que se retiró al mar en compañía de sus discípulos.  Y lo que también es cierto: lo que para los fariseos era motivo de escándalo y tensión, para la gente sencilla era nuevo motivo de atracción. Ese Jesús que se la había jugado en el reto de la sinagoga, había ganado muchos enteros ante la mayoría. Y fue esa mayoría de gente sencilla, de gente del pueblo, de los “simples”…, quienes se fueron tras Jesús.  Y no sólo de quienes habían presenciado la escena directamente. El evangelista nos describe una diversa procedencia de las gentes que le van buscando. Y dice expresamente que era porque habían oído decir cuanto Él hacía. Queda claro que no se trataba ahora de haberlo escuchado, de que Él haya llamado…  Son sus obras más que sus mismas palabras las que dan pie a que se vengan a Jesús de tantos sitios y con tanto deseo de escucharlo.
             Jesús tuvo que prevenir a sus discípulos que tuviesen preparada una barca por si tenía Él que subirse a ella y poder “defenderse” de aquella avalancha, “para que no le atropellasen”.  Y es que en sus obras (ahora no era por palabras que enseñaran y atrajeran) le ponían en el punto de atracción, hasta el paroxismo, de una muchedumbre que lo que veía y entendía eran las obras.  Y Jesús había curado a muchos que padecían el azote de la enfermedad; había echado demonios esclavizadores sin darles cuartelillo para defenderse, porque a los “demonios” internos no les valen razones ni explicaciones ni buenas voluntades. Y Jesús no entra en su terreno porque sabe que serían explicaciones sin fin y sin fruto. Echa esos “demonios”, libera esas esclavitudes, y los que estaban poseídos quedan sanados.  Y de eso se trata, en definitiva: en sanar. Y Jesús se lleva de calle a tantas personas sencillas, que han “leído” en las acciones de Jesús todo lo que les era necesario para sentir la acogida del hombre bueno que “habla” el lenguaje de la ayuda, de la presencia en el momento oportuno, del saber estar donde y cuando hay que estar, aun sin tener que pronunciar palabra.
             Los fariseos se han quedado rumiando. Allá estarán aliándose con los herodianos (y con el mismo demonio, si fuera necesario) para tramar quitar de en medio a Jesús.  No se llegan ni a plantear si la situación vivida en la sinagoga era tan monocorde como ellos la veían, o si cabría entrar en duda de sí mismos y de aquel silencio suyo ante una pregunta tan clara y de frente como la que había hecho Jesús. Los fariseos seguían adelante con su “soniquete” y no daban ni oportunidad a la posible verdad que encerraba la postura de Jesús.
             Ese es el gran problema que hay detrás de toda discusión, tensión,  incomprensión, vano sufrimiento ante estados de contrariedad.  Por lógica, nadie tiene en sus manos todas las cartas de la baraja cuando son varios los que participan en una ronda. Cada uno cree tener “sus cartas” como únicas, y lo difícil es conceder la posibilidad de que hay otras cartas que también entran en el mismo juego y con las que hay que contar a la hora de entender la jugada completa.  Y al final unas cartas ganan y otras pierden, pero sigue una nueva ronda en que pueden volverse las tornas y entonces será otro el que gane esa nueva partida.  Para ganarla hay que seguir en el grupo de los jugadores, y saber que cada cual juega su baza, y que –al final- gana el que permanece.  Y no siempre porque sea el mejor ni porque tenga mejores cartas, sino porque de pronto se ha quedado con toda la baraja porque se ha quedado solo.
             Los fariseos aquellos, los herodianos…, se quedaron en sus deseos de acabar con Jesús…  Desapareció el momento aquel y desaparecieron (hasta que un nuevo envite les ponga otra vez en ascuas).  Jesús siguió adelante. Las gentes lo siguieron encontrando y recibiendo sus acciones benéficas. Los “demonios” fueron expulsados. Los discípulos siguieron con Jesús… De seguro que Jesús se buscó largos ratos de encuentro con Dios porque sólo desde la oración y la búsqueda podría seguir adelante.  Y se planteada si aquella actuación había sido la mejor o si tendría que haber actuado de otra manera.  La oración no era para Jesús un tiempo de “seguridades de sí” sino un gozoso momento de “confrontación”: ¿Había quedado agradado el Padre?  ¿Había que cambiar alguna forma, porque un nuevo momento requeriría una novedad?  Ahí está el meollo de una oración, porque la vida ante Dios no es una posición que se toma “de una vez para siempre” sino una apertura del alma a esa novedad que va surgiendo en el día a día.  El secreto está en perseverar; en seguir ahí, en saber esperar.  Las oportunidades surgen para quienes siguieron estando. Y aquí no hay palabras. Los hechos son los que cantan.

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