domingo, 7 de abril de 2013

IN ALBIS


Colofón del DOMINGO DE RESURRECCIÓN
             La amplitud substancial que encierra la Resurrección de Jesús, con todos los acontecimientos del aquel primer día de la semana, no podía caber en las 24 horas del Domingo más grande del año: el DOMINGO DE ReSURRECCIÓN.  El recuso de la liturgia ha sido una prolongación de ese domingo a través de toda la semana. En ella se han ido desenvolviendo los diversos relatos que los evangelistas nos trasmiten de ese día, cada uno a su modo y con su estilo y finalidad, de acuerdo con los destinatarios de su evangelio.  Aún quedaba por contar la última aparición de aquella noche, la aparición y misión de Jesús a sus apóstoles.  Cierto que se ha contado con toda la dramatización apologética que San Lucas ha querido imprimir como broche final. Pero aún quedaban aspectos muy importantes que dejar patentes a la historia posterior de la Iglesia. Y San Juan se encarga de hacerlo para poner broche final a ese domingo.
             De ahí que el Evangelio de hoy polarice la fuerza de la liturgia de hoy. Primero narra a aparición de Jesús a los Once (y sólo a los Once, lo que ya establece una gran diferencia y consecuencias con lo contado por Lucas). Y solo a los Once porque San Juan va a proyectar los efectos eclesiales de aquella jornada.  Porque es a los ONCE a quienes Jesús se les viene no a títulos demostrativo de que vive, sino para que esa su vida se prolongue por todas las generaciones.
             El saludo de Jesús es el típico suyo: LA PAZ A VOSOTROS. Con la particularidad de que lo repite por dos veces. La primera, sosegando la sorpresa de su presencia: está allí entre ellos, y está vivo. La segunda, con una proyección de futuro muy esencial:  Como el Padre me envió, así os envío Yo.  A partir de ahora Jesús no estará visible, pero si Presencia y acción sí lo estará en ellos.  Porque soplando sobre ellos les comunica al Espíritu Santo, y por la fuerza de ese Espíritu Santo, Espíritu del Resucitado, los apóstoles serán los que perdonen los pecados, para que queden perdonados, porque a los que ellos no se los perdonen, no se les perdonan.
             Es muy claro que esta aparición no podía ser paralela con la de San Lucas, en la que hay terceras personas que no son solo los apóstoles. En San Juan están ellos y solo ellos, como sacerdotes constituidos el Jueves Santo, y en razón de su sacerdocio reciben el poder de consagrar el pan y el vino (haced esto es memoria mía).
             Jesús está “redondeando” las bases de su Iglesia, y con ello, su Presencia continuada y su acción permanente en esa Iglesia. Está poniendo por delante de todos ese amor con que Dios quiere perpetuar su obra entre los hombres, y como Jesús se va al Cielo, acabado su periplo en la Tierra, lo hace en estas instituciones sacramentales, que hacen presente a Dios y a Cristo, mientras el mundo sea mundo.

             Pero esa fiesta quedaba de alguna manera “estropeada” por la ausencia de uno de los Once.  Y cuando regresó adonde estaban los compañeros, ellos le acogieron con la inmensa alegría comunicativa de haber visto al Señor.  Pero el temperamento de Tomás era el que era (y ya lo conocemos por otros hechos evangélicos), y se pelea consigo mismo por no haber estado allí.  Pero –lo típico- reacciona feamente como si fueran los otros (hasta el mismo Jesús) quien tuviera que estar a su servicio. Y responde –dañando los sentimientos alegres de los otras Diez- imponiendo condiciones muy fuertes para CREER.  Empezado por ver él, y siguiendo por comprobar él.  Y nada menos que tocando yo…, metiendo mis dedos yo en los agujeros de sus clavos, y hasta metiendo el puño en su costado.  Unas condiciones drásticas para creer.
             ¿Pudo Jesús dejarlo en su incredulidad y testarudez?  - Pudo. Pero aquí funciona su divina misericordia, y –a los ocho días, y con todas puertas bien apestilladas-, aparece Jesús y aparece saludando con SU PAZ, su signo distintivo al que ninguna falla humana puede desactivar.  Y con delicadeza y con fortaleza, se dirige a Tomás y le hace cumplir sus condiciones para creer.  Y cuando Tomás se encuentra ahora deshecho porque se ha dado cuenta de lo improcedente de sus exigencias, sobrepasa lo que toca y lo que ve, y mucho más allá de lo que es creer en que realmente Jesús es aquel resucitado, lo que confiesa en auténtico acto de fe es que Jesús es el SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO.  Jesús es MISERICORDIA, bondad, cercanía, AMOR, Corazón abierto y traspasado…, el amor eterno de Dios que se ha hecho patente.
             Ese amor que la primera lectura nos hace ver como experiencia adquirida de la comunidad cristiana, que hace que la gente se haga lenguas del modo diferente que tienen los que siguen a Cristo, que atrae tanto que muchos se le unen; muchos traen a sus enfermos para queden curados por la fuerza de aquella nueva realidad. Ese amor que narra Juan en el simbolismo del Apocalipsis, en que lo que estamos palpando hoy es el AMOR DEL PADRE DIOS, el Dios excelso del Cielo, donde Cristo está ya sentad a la derecha de Dios: Cristo, el primero y el último, el todo del todo, el vencedor de la muerte y del Infierno…, cuya obra se prologará por siempre.
             Es la misma Eucaristía que nos patentiza esa victoria definitiva, en la que estamos ya inmersos nosotros, fruto del AMOR DEL CORAZÓN DE DIOS.

2 comentarios:

  1. José Antonio9:23 a. m.

    Tal vez no haya mucho paralelismo, pero para mí esa actitud de Tomás, se asemeja a esos momentos en que nos cuestionamos ante las adversidades un "dónde está Dios". El, permanece "visible" en todos los momentos de nuestra vida y mucho más en los momentos de Cruz.

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  2. Ana Ciudad3:39 p. m.

    ¡¡SEÑOR MÍO y DIOS MIO!Cuatro palabras inagotables.Encierran un acto de fe,de adoración y de entrega sin límites.LaTradición nos dice que el Apóstol morirá mártir por la fe en su Señor.
    Estas palabras nos pueden servir también a nosotros para actualizar nuestra fe y nuestro amor a Cristo Resucitado en cualquier momento del día,y sobre todo en el momento de la Consagración de la Santa Misa dónde Jesús se hace realmente presente en la Hostia Santa.

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