sábado, 11 de agosto de 2018

11 agosto: La paciencia de Dios


Liturgia:
                      Los profetas menores tienen mucha más dificultad de explicación porque son escritos más sintéticos que en poco espacio quieren decir mucho. Hoy toca Habacuc (1,12 a 2.4) y presenta el profeta el problema de que los malos salen ganando. ¿Cómo puede Dios, que es mi santo Dios que no muere, dejar que esas cosas ocurran? Tus ojos son demasiado puros para mirar el mal y no puedes contemplar la opresión. ¿Por qué contemplas en silencio a los bandidos, cuando el malvado devora al inocente?
          El problema siempre antiguo, siempre interrogante del mal que triunfa. Y la respuesta de Dios: La visión espera su momento, se acercará su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse. El tema de la paciencia de Dios. Del Dios que no actúa por impulsos. El Dios que deja siempre tiempo a la conversión. El Dios que siempre espera, pero que ha de llegar con su solución en su momento. Aquello de que “para Dios mil años son como un día y mil días como un año”: Dios no tiene el reloj y el calendario de los hombres. Dios tiene su tiempo (=kairós) y esos tiempos de Dios no podemos medirlos nosotros. Dios actuará, aunque no cuando nosotros lo quisiéramos y con la rapidez y el modo que quisiéramos. Donde menos se espera, surgen soluciones al problema.
          Hace unos días comentaba yo el texto de la mujer cananea como un descubrimiento progresivo del propio Jesús de su misión más completa. A alguien le puede extrañar que Jesús tuviera que ir descubriendo y no se las supiera todas de momento. Hablamos de la experiencia del Jesús hombre, que sí iba encontrando nuevos caminos para responder a la voluntad de Dios. A propósito, creo ser de mucho interés la reflexión del Papa Francisco en su Exhortación GAUDETE ET EXULTATE (=Alegraos y regocijaos), a propósito del proceso de discernimiento que necesitamos tener todos en nuestra vida y en nuestro crecer diario. Copio el texto:
171.-Sin embargo, podría ocurrir que en la misma oración evitemos dejarnos confrontar por la libertad del Espíritu, que actúa como quiere. Hay que recordar que el discernimiento orante requiere partir de una disposición a escuchar: al Señor, a los demás, a la realidad misma que siempre nos desafía de maneras nuevas. Solo quien está dispuesto a escuchar tiene la libertad para renunciar a su propio punto de vista parcial o insuficiente, a sus costumbres, a sus esquemas. Así está realmente disponible para acoger un llamado que rompe sus seguridades pero que lo lleva a una vida mejor, porque no basta que todo vaya bien, que todo esté tranquilo. Dios puede estar ofreciendo algo más, y en nuestra distracción cómoda no lo reconocemos.
172.Tal actitud de escucha implica, por cierto, obediencia al Evangelio como último criterio, pero también al Magisterio que lo custodia, intentando encontrar en el tesoro de la Iglesia lo que sea más fecundo para el hoy de la salvación. No se trata de aplicar recetas o de repetir el pasado, ya que las mismas soluciones no son válidas en toda circunstancia y lo que era útil en un contexto puede no serlo en otro. El discernimiento de espíritus nos libera de la rigidez, que no tiene lugar ante el perenne hoy del Resucitado. Únicamente el Espíritu sabe penetrar en los pliegues más oscuros de la realidad y tener en cuenta todos sus matices, para que emerja con otra luz la novedad del Evangelio.
Habrá que leerlo más de una vez y habrá que irlo sabiendo leer para que nos deje la gran riqueza de contenido que encierran esas reflexiones. Pero hagámoslo con mirada hacia dentro y veremos que nos es útil para poder comprender más de “un misterio” de la acción de Dios, y su “lenguaje” a través de la oración, de las cosas, de las personas, de las situaciones, de las circunstancia, del Magisterio y de la Sagrada Escritura. De todo eso habla ahí el Papa, enseñándonos a descubrir la paciencia de Dios y los secretos ocultos tras las cosas.

El evangelio de Mt.17,14-19 sucede al bajar Jesús de la transfiguración. En el Tabor había habido luces y brillos. En el llano esperaba la pobreza humana. Y es aquel muchacho de los ataques epilépticos, para quien su padre se hinca de hinojos ante Jesús para rogarle por la salud de aquel pobre niño, que padece tanto y que ya ha estado a punto de perecer por caerse junto al fuego o junto al agua.
Jesús increpó al demonio y salió, y desde ese momento quedó curado el paciente. Es curioso que lo que el propio texto expresa como enfermedad clara, quede luego en que Jesús “expulsó al demonio” Debe ser un modo de expresar que el mal nunca viene de Dios, y que la fuerza de Dios libera tanto del demonio, fuente del mal, como de la enfermedad.
Los apóstoles no habían podido sanar al chico, y se extrañan. Jesús les hace caer en la cuenta de que el tema no está en el poder que se puede ejercer desde fuera sino en la fe con que se actúa. Porque la fe, aun siendo pequeña como un grano de mostaza, hace milagros. En efecto da otra lectura de los hechos. Como ha dicho Habacuc y como indica el Papa.

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