lunes, 26 de junio de 2017

26 junio: NO JUZGUÉIS

Liturgia
          La historia de Abrán (Gn 12, 1-9) es una de las más dignas de tomar en consideración, porque es un paradigma de la historia de cada mortal. Dios llama a Abrán a salir de su patria, de su tierra, de la casa de su padre, hacia la tierra que yo te mostraré. La salida es clara. La llegada, un misterio. Y yo digo que ésta es nuestra historia de cada día. El Señor nos pone delante una “salida” que nos deja colgados: “de tu casa, de tu tierra, de tu familia”…, y eso es sin saber adónde vamos en concreto. Cada mañana es una “salida”. ¿Hacia dónde caminaremos? ¿Hacia dónde nos mostrará el Señor? Es la “salida en pura fe, sin tener conocimiento de adónde vamos a llegar ese día.
          Y cuando Abrán hubo recorrido una buena parte del camino, así a la “aventura”, con toda su familia cercana y el ganado, llegaron –tras pasar por buena parte del territorio “a ciegas”- a la encina de Moré donde se le aparece el Señor, y allí viene a prometerle una descendencia a la que dará aquella tierra. Contemos con que Abrán tenía 75 años, y su mujer Saray no debía ser mucho más joven. A él le promete Dios la descendencia. No es la primera vez que Dios “juega” con el misterio y con lo imponderable. Precisamente de dos ancianos saldrá esa descendencia que promete Dios.
          Vuelvo al comienzo: inicia uno cada día. Sabe que va dejando atrás los minutos y las horas. Camina sin saber adónde, a ciencia cierta. Ahí, de pronto, le espera el misterio de lo que Dios quiere. Y lo que digo de “hoy” queda mucho más misterioso si miramos “a la descendencia”, a ese mañana completamente incierto. Y ahí Dios está haciendo su obra, aunque uno no pueda ni imaginarla. Pero Dios tiene sus planes hechos. Lo que queda es el abandono completo, la fe incondicional de Abrán, la decisión de SALIR, de abandonar todo lo que ataba y unía a un pasado. En adelante queda el presente y el futuro, que sólo Dios conoce, y hacia el que caminamos y debemos caminar con la honradez de aquel hombre de Dios.

          Y no separo mucho de ese tema el que nos trae el evangelio de Mateo (7,1-5) porque en él se nos advierte de un algo MUY DE HOY y que quiero insistir en medio de un mundo agresivo en juicios, palabras y obras. Hay muchas cosas de esas que nosotros no podemos solucionar. Pero hay un ámbito en que sí tenemos nuestra parcela para intentar hacer un mundo más habitable. Jesucristo nos dice claramente y sin metáforas: No juzguéis y no os juzgarán. Yo entiendo y siento dentro de mí que no se refiere a un juicio que vaya a hacer Dios, según el juicio que nosotros hacemos. Jesús lo expresa en un plural que nos está diciendo que los hombres nos van a juzgar con la misma forma en que nosotros juzguemos. Se forma una tertulia y se dicen cosas de los ausentes. Nos despedimos, y los que quedan allí van a juzgarnos con la misma medida que nosotros habíamos juzgado antes.
          Y Jesús pregunta, con su gracejo profundo y sus exageraciones andaluzas: ¿Por qué te fijas en la paja del ojo ajeno y no te fijas en la viga que tienes en el tuyo? Y concluye, con una lógica aplastante: Hipócrita: quita primero la viga que tienes en el tuyo y entonces verás claro y podrás sacar la paja del ojo de tu hermano.
          Hay palabras en el evangelio que no necesitan mucha explicación, ni necesitan de mucha ciencia para poder llevarlas a cabo. Y aquí tenemos una de ellas. Es penoso que hay quienes siempre están poniendo el “pero” a las otras personas. Se empieza por una alabanza que parece cubrir las apariencias; luego –con una sibilina añadidura- se dice: “No es por juzgar”…, pero ahí caen ya los juicios negativos sobre aquello mismo que se ha alabado antes. Y hay personas que parecen tener un radar para captar aspectos “negativos” donde en realidad no los hay, y son más bien venenos personales del propio pensamiento. Y es que aunque hubiera alguna parte menos laudable en la otra persona, la caridad cristiana extiende un tupido velo sobre el tal “defecto”. Y si no hay nada que alabar, se calla uno prudentemente. Y si hay cosas laudatorias, se fija uno en ellas y las saca a relucir con un juicio caritativo y bondadoso. Hemos cumplido con la palabra del evangelio, en algo que no es tan difícil de llevar a cabo.

          No sé si es el vicio de hablar mucho o si en el fondo hace aguas la vida interior, el problema de los juicios es digno de hacerlo entrar en nuestro examen de conciencia diario, para que en el poco a poco de los días, vayamos evitando esa tendencia a enjuiciar, que es tan corriente como perniciosa.

2 comentarios:

  1. Totalmente en sintonía. En lo que respecta a salir sin saber hacia donde, lo he vivido varias veces en mi vida. Al final, aunque uno se revele, no queda otra que conformarse y arrodillarse ante Dios.
    En segundo lugar, la incertidumbre del día a día. ¿Quién sabe el futuro? Nadie. Por eso, hay que vivir conscientes de esa realidad, para evitar que los acontecimientos nos dominen negativamente.
    Alabar las virtudes del otro, es una práctica desconocida para muchos, tal vez porque a veces la envidia y los celos menguan la capacidad de ser honestos.
    Las críticas destructivas y la ausencia de valoración de nuestros hermanos, destruye y mata, y luego a lo mejor nos damos golpes de pecho diciendo a Dios que no somos asesinos ni ladrones.

    En cuanto a los juicios, es así. Yo lo entiendo así también. Hay que poner el foco más sobre lo que cosechamos nosotros con nuestros juicios sibilinos antes que pensar en el juicio final de Dios. Cuando en esas tertulias se tiende a hablar mal de otros en vez de hablar bien, lo que estamos es sembrando gusanos en nuestro interior. No es lo que Dios quiere, por tanto, le hacemos el juego al maligno.
    En cuanto a la disyuntiva que plantea de si es vicio o ausencia de vida interior, yo me inclino más por lo segundo. Es probable que confundamos a veces el "activismo religioso" con la "vida interior", y son dos cosas completamente diferentes.

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  2. Su comentario lo hago mío: Todos salimos cada día, confiando muchísimo en el Señor. No sabemos a dónde vamos; pero nos ponemos a su disposición; sabemos que respeta nuestra libertad, pero, sin querer contrariarnos, nos lleva por dónde nos conviene para santificarnos...Como buenos cristianos, nos resignamos y "nos arrodillamos ante Dios" reconociendo que Él sabe lo que nos conviene y que es nuestro Papaíto.
    Siempre tenemos que luchar contra nuestra soberbia que hace que las pequeñas faltas que afectan a otros, las veamos muy aumentadas, mientras que nuestros grandes defectos tienden a disminuir y a justificarse. También, la soberbia, nos hace ver en los demás imperfecciones y errores que solo están en nosotros mismos. En cambio, la humildad, nos prepara para que seamos capaces de perdonar, comprender y ayudar. La persona humilde sabe que todo lo ha recibido de Dios, conoce sus pobrezas y lo necesitada que anda siempre de la misericordia divina y trata a los demás con comprensión y, es capaz de disculpar y perdonar cuando sea necesario. Tampoco se atreve a hacer juicios pues sabe que sólo Dios es el Juez que conoce las intenciones más íntimas y las circunstancias que acompañan a cada hecho.
    Ante los defectos de los otros, incluso ante sus mismos pecados, nuestra actitud debe ser de misericordia: rezar por ellos quererlos más y ayudarlos, tanto como podamos, con la corrección fraterna.
    Amar a los hermanos con sus defectos y con sus virtudes, es cumplir la Ley de Cristo, porque toda la Ley se resume en un solo precepto: Amarás a tu prójimo como a tí mismo.

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