miércoles, 14 de junio de 2017

14 junio: La plenitud de los preceptos

Liturgia
          Hay una falsa idea del Antiguo Testamento al que se le llega a mirar –casi- como “enemigo” del Nuevo Testamento. Aquel es un período oscuro de la historia de Israel, mientras que el Nuevo Testamento es luminosidad. La verdad es que son dos etapas que se suceden y que van desde una situación casi “prehistórica” en el origen del pueblo hebreo, a una madurez de pueblo por el que han pasado miles de años.
          En ese contexto de primitivismo los hagiógrafos (narradores de las cosas santas) han tenido también una evolución conforme han ido entrando en la cultura más avanzada. Pero sin perder de vista que son hebreos, que son judíos, una raza belicosa y soberbia, que ni en el correr de los siglos –en los momentos actuales del siglo XXI- han perdido su agresividad. Quiere decir que las narraciones bíblicas (y no sólo en el Antiguo Testamento), adolecen de esa tendencia de la ley de la venganza, la ley del talión, falsamente interpretada.
          Los jefes religiosos son también judíos. Y desde el aspecto de la religión se van haciendo “perfeccionistas” hasta llegar a ser extremistas, y así inculcan al pueblo (y en los hagiógrafos que salen de ese pueblo) unas formas que repercuten en la misma presentación que hacen de Dios. Los responsables religiosos empiezan a acentuar “la letra” de lo escrito, y van perdiendo ”el espíritu”. Y acaban por presentar a un Dios más pendiente del cumplimiento del mandato que del fondo verdaderamente religioso al que conduce el mandato.
          San Pablo, en la 1ª lectura (2Co 3,4-11) declara que Dios les ha capacitado para ser servidores de una alianza nueva, no basada en la letra sino en el espíritu, porque la pura letra mata y el Espíritu da la vida. De ahí que exalta la Ley del Decálogo, escrita primitivamente en tablas de piedra, a la que define como inaugurada con gloria, hasta el punto de que los israelitas no podían fijar los ojos en el rostro de Moisés, que fulguraba con resplandor, a pesar de ser sólo un hombre.
          ¡Cuánto mayor será el fulgor de la nueva alianza que procura el Espíritu Santo! Es resplandor de gloria incomparable, porque además es un fulgor permanente.
          El Antiguo Testamento ya encerraba en ciernes esa luminosidad, y mal comprenderá el Nuevo Testamento quien aparque el Antiguo como “tema aparte” y –como decía- casi “enemigo” de la plenitud del Nuevo Testamento.
          Jesucristo lo dejó muy claro (Mt 5,17-19) cuando avisó a sus discípulos que no creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir sino a dar plenitud. Por tanto el propio Jesucristo valida el Antiguo Testamento como Palabra de Dios que ha de tomarse en serio, y que él –Jesús- se la toma tan en serio que sigue los preceptos y leyes que rigen Israel, pero –eso sí- Jesús se va al meollo, se va al espíritu que hay dentro de esas leyes, mandatos y preceptos y los interioriza hasta plantearlos no como normas que cumplir sino forma de vida que vivir.
          Y eso, aun en los preceptos más mínimos…, que –con el estilo que gusta Jesús de llevar las cosas al extremo- llega a poner importancia en la misma tilde o última letra de la ley. Y el que así lo enseña es grande en el Reino, y el que se lo salta es el más pequeño (o insignificante) en el Reino.
          Jesús estaba muy hecho a ver a los fariseos y a los sacerdotes y doctores de la ley, perderse en detalles externos como la cosa más importante, mientras se saltaban lo esencial, la substancia de esos preceptos. Y Jesús viene no a anularlos sino a que tengan verdadero sentido en la vida de la persona…, a incluir “lo religioso” en la vida, o a plantear la vida desde el espíritu que emanaban los hechos religiosos.

          No deja de ser muy importante reflexionar sobre esto. Porque no es difícil encontrar hoy la dicotomía del individuo religioso que vive su vida real muy al contrario de esos principios, y que la vida va por un lado y “la religión” por otro. La gente llama “beatos” a los tales, y los define con gracejo diciendo que “mucha misa y luego son más malos que un dolor”. Sin género de duda tenemos que tomar  el tema en consideración porque no puede ir el evangelio por una parte y la vida diaria por otra. Saltarse uno de los preceptos mínimos es ya ser “mínimo en el Reino”. Por eso yo remacho que una cosa es “la confesión” (=acusación del penitente; su “pasado”) y otra muy distinta el Sacramento, que tiene que plantearse seriamente “el día después”: ¿Y mañana, qué? He ahí el valor del propósito.

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