Liturgia
Hay una falsa idea del Antiguo Testamento al que se le
llega a mirar –casi- como “enemigo” del Nuevo Testamento. Aquel es un período
oscuro de la historia de Israel, mientras que el Nuevo Testamento es
luminosidad. La verdad es que son dos etapas que se suceden y que van desde una
situación casi “prehistórica” en el origen del pueblo hebreo, a una madurez de
pueblo por el que han pasado miles de años.
En ese contexto de primitivismo los hagiógrafos (narradores de las cosas santas) han tenido también una
evolución conforme han ido entrando en la cultura más avanzada. Pero sin perder
de vista que son hebreos, que son judíos, una raza belicosa y soberbia, que ni
en el correr de los siglos –en los momentos actuales del siglo XXI- han perdido
su agresividad. Quiere decir que las narraciones bíblicas (y no sólo en el
Antiguo Testamento), adolecen de esa tendencia de la ley de la venganza, la ley del talión, falsamente interpretada.
Los jefes religiosos son también judíos. Y desde el aspecto
de la religión se van haciendo “perfeccionistas” hasta llegar a ser
extremistas, y así inculcan al pueblo (y en los hagiógrafos que salen de ese
pueblo) unas formas que repercuten en la misma presentación que hacen de Dios.
Los responsables religiosos empiezan a acentuar “la letra” de lo escrito, y van
perdiendo ”el espíritu”. Y acaban por presentar a un Dios más pendiente del
cumplimiento del mandato que del fondo verdaderamente religioso al que conduce
el mandato.
San Pablo, en la 1ª lectura (2Co 3,4-11) declara que Dios les ha capacitado para ser servidores
de una alianza nueva, no basada en la letra sino en el espíritu, porque la pura
letra mata y el Espíritu da la vida. De ahí que exalta la Ley del Decálogo,
escrita primitivamente en tablas de piedra, a la que define como inaugurada con gloria, hasta el punto de
que los israelitas no podían fijar los ojos en el rostro de Moisés, que
fulguraba con resplandor, a pesar de ser sólo un hombre.
¡Cuánto mayor será el fulgor de la nueva alianza que
procura el Espíritu Santo! Es resplandor de gloria incomparable, porque además
es un fulgor permanente.
El Antiguo Testamento ya encerraba en ciernes esa
luminosidad, y mal comprenderá el Nuevo Testamento quien aparque el Antiguo
como “tema aparte” y –como decía- casi “enemigo” de la plenitud del Nuevo
Testamento.
Jesucristo lo dejó muy claro (Mt 5,17-19) cuando avisó a
sus discípulos que no creáis que he
venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir sino a dar
plenitud. Por tanto el propio Jesucristo valida el Antiguo Testamento como
Palabra de Dios que ha de tomarse en serio, y que él –Jesús- se la toma tan en
serio que sigue los preceptos y leyes que rigen Israel, pero –eso sí- Jesús se
va al meollo, se va al espíritu que hay dentro de esas leyes, mandatos y
preceptos y los interioriza hasta plantearlos no como normas que cumplir sino
forma de vida que vivir.
Y eso, aun en los preceptos más mínimos…, que –con el
estilo que gusta Jesús de llevar las cosas al extremo- llega a poner
importancia en la misma tilde o última letra de la ley. Y el que así lo enseña
es grande en el Reino, y el que se lo salta es el más pequeño (o
insignificante) en el Reino.
Jesús estaba muy hecho a ver a los fariseos y a los
sacerdotes y doctores de la ley, perderse en detalles externos como la cosa más
importante, mientras se saltaban lo esencial, la substancia de esos preceptos.
Y Jesús viene no a anularlos sino a que tengan verdadero sentido en la vida de
la persona…, a incluir “lo religioso” en la vida, o a plantear la vida desde el
espíritu que emanaban los hechos religiosos.
No deja de ser muy importante reflexionar sobre esto.
Porque no es difícil encontrar hoy la dicotomía del individuo religioso que
vive su vida real muy al contrario de esos principios, y que la vida va por un
lado y “la religión” por otro. La gente llama “beatos” a los tales, y los
define con gracejo diciendo que “mucha misa y luego son más malos que un
dolor”. Sin género de duda tenemos que tomar
el tema en consideración porque no puede ir el evangelio por una parte y
la vida diaria por otra. Saltarse uno de los preceptos mínimos es ya ser
“mínimo en el Reino”. Por eso yo remacho que una cosa es “la confesión”
(=acusación del penitente; su “pasado”) y otra muy distinta el Sacramento, que
tiene que plantearse seriamente “el día después”: ¿Y mañana, qué? He ahí el valor del propósito.
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