domingo, 30 de agosto de 2015

30 agosto: Domingo 22 B

Liturgia del día
                El Deut 4, 1-2. 6-8 muestra a Moisés arengando al pueblo, para que escuche los mandatos y decretos de Dios y que Moisés presenta como el camino para entrar a tomar posesión de la tierra que el Señor les va a dar. Y les hace ver que son las normas de conducta más excelentes de cuantas pueden tener otros pueblos, los cuales al oír esas normas de conducta concluirán que Israel es un pueblo inteligente y sabio. En efecto: ¿qué pueblo tiene un dios tan cercano como el Dios de Israel, que acude a nosotros en cuanto le invocamos? ¿Ni qué nación tiene unas normas conducta tan justas como la Ley de Dios?
            Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23 ha sintetizado esa realidad, ya en boca de Jesucristo que precisamente rechaza las falsas normativas que han inventado los fariseos, capaces de imponer sus normas a los mismos mandamientos de Dios. Para los fariseos lo importante está en una serie de prácticas externas extraídas de preceptos verdaderos y desvirtuadas por una proliferación de detallismos vacíos: lavar bien vasos, jarras, ollas, y las manos hasta el brazo (restregando bien), con lo que han quitado el sentido que tenían las abluciones que habían de hacerse por higiene básica y sentido respetuoso hacia el alimento que ha dado Dios. Y lo llevaban al punto de considerar “impureza legal” no hacerlo así.
            Jesús les quiere hacer ver que todo eso no es más que costumbres que se han ido trasmitiendo de padres a hijos y que cada vez le han añadido más detalles hasta hacer de una cosa seria otra cosa ridícula, de modo que este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí (que dice Dios). Me quiere honrar con minucias externas, que no implican para nada el corazón.
            No cabe duda que ahí hay mucho que aprender y que corregir en nosotros, proclives igualmente a una serie de rituales exteriores, tan alejados del verdadero amor a Dios. Hace poco que he tratado este punto, pero aquí se hace aún más patente bajo la palabra y la mirada de Jesús. ¿Cómo vería Jesús tantas y tantas formas de devoción como utiliza el pueblo en nuestras Iglesias, con cuyas prácticas alimentan una fe que tiene poco contenido y compromiso?
            Santiago -2ª lectura: 1, 17-18, 21- insiste precisamente en una Palabra de Dios que ha de ser llevada a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos. La religión pura e intachable  los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones, y no mancharse las manos con este mundo. En “visitar huérfanos y viudas en tribulación” hay todo un icono hacia situaciones de necesidad o conveniencia de ayuda a todo el que necesita de la mano de alguien. En cuanto a “no mancharse las manos con este mundo”, merece la pena continuar la llamada que hace Jesús en ese episodio de los lavatorios exagerados y obsesivos.
            Declara Jesús que lo que infesta al hombre son las maldades que nacen de dentro, del corazón del hombre: fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, engaños fraudulentos, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad…
            Debajo de cada una de esas cosas cabe hacer –en un determinado grado- ciertos paralelismos con realidades que pueden rozar aspectos que nos incumben.
            Pues bien: todas esas cosas, en un grado u otro, “manchan las manos con este mundo”. O como dice Jesús, al terminar de exponer todo esto: todas estas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.
            Lo fácil siempre es intentar soslayar estas palabras de Jesús, y continuar cada uno en su “mundo” personal. Lo que pide el evangelio es sentirnos aludidos y saber que cada palabra de Jesús está ahí para que nos llegue, nos toque, nos exija.

            Porque todo esto debe trasladarse al Altar, donde Jesús-Hostia (que va a venirse a cada uno de nosotros), quiere en nosotros esa actitud de fondo, en la que el corazón sea el que se implique en todo lo contrario de ese conjunto de temas que Él ha enumerado. Y quiere esa finura de alma que es capaz de encontrar las briznas que de una u otra manera nos manchan en el día a día. Porque sabiendo descubrirlas sin justificarlas, nos ponen en posibilidad de dar nuevos pasos en ese camino de hondura espiritual que lleva en sí el verdadero “lavar” del corazón para hacerlo puro a los ojos de Dios.

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