viernes, 21 de diciembre de 2012

Final de trayecto


             JERUSALÉN             
             Era el último día (¿cuarto?) del viaje. Cada día más cansados, como es natural. Por una parte con menos ganas, con menos temas que hablar porque ya se había hablado de muchas cosas. Aunque por otra parte con toda la ilusión de acercarse ya a la Ciudad Santa de Jerusalén.  Se conversaba posiblemente con menos bríos, aunque yo imagino siempre el genio alegre de María, su juventud, su capacidad para dar la vuelta a las cosas y sacar luces de las sombras. Porque además de su alegría natural, María tiene otro foco principal de gozo, que es su fe, su intimidad de alma, con la que conecta inmediatamente con Dios.  Y eso da sentido a todo.
             En un determinado momento avistó la caravana la gran Ciudad, cúpulas doradas del Templo, iluminadas por los rayos del sol poniente. El jefe de caravana detuvo la marcha e hizo bajar a los viajeros. Sabía él que era un momento sublime para todos ellos, hombres y mujeres llenos de emoción ante la vista del Templo del Señor.  Bajaron todos, ajenos a la vista que iban a tener delante, y sintieron el escalofrío de aquella vista que tenían delante. Prorrumpieron en cantos de los Salmos de peregrinación que eran precectivos y –por otra parte- explosión espontánea de la religiosidad de ese pueblo.  Se extasiaron entre cantos y alabanzas, y lágrimas de emoción. Entremezclado todo ello con la enorme alegría de la muy cercana llegada al punto de destino. Cierto que había quienes –como María- no habían acabado su viaje, pero Jerusalén era punto de referencia obligado, con la visita al Templo y la emoción de pisar tierra sagrada, de tanta veneración para un judío.
             Cuando se reanudó la marcha volvió la alegría y los buenos ánimos a todos. Las carretas parecían bullir con esa euforia que se les había infundido en el interior de sus corazones. Por fin la caravana se detuvo ante el portalón de la posada que era punto obligado de referencia de todos los caminantes que se habían de dirigir a sus diversos puntos de origen. Aquel hombre del turbante, que iba responsabilizado de María, se le acercó, se interesó por ella, y le dijo que ahora indagaría él quién podrías ser sus acompañantes hasta Aim Karím.  Sería mucha casualidad que alguien de aquella caravana llevara el mismo destino. La posada era el lugar más seguro para hallar a alguien, pero evidentemente habría que esperar para ello.
             Cuando se encontró a quien tomara esa responsabilidad tan encomendada por Joaquín, se le dejó en las manos ese tesoro que era la muchacha aquella. Y en el día fijado emprendieron camino, muy posiblemente a pie, porque la realidad es que ese pueblo judío estaba muy hecho a las caminatas.
             Llegados al pueblo, quienes acompañaron a María preguntaron por esa casa del sacerdote Zacarías y su mujer Isabel. Era muy fácil de dar con ellos. Y la condujeron hasta la misma casa, esperando que salieran a recogerla los parientes.  Como en los pueblos, y en esos tiempos, las puertas estaban abiertas y las gentes podían  entrar sin mucho protocolo hasta el interior.  María  delicadamente llamó desde el portal a Isabel. Y allí se produjo la reacción más inesperada.
             Isabel salió casi a trompicones, gritando con grandes gestos de admiración y acogida: Benita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vienten.  Quienes acompañaron a María estaban que no salían de su asombro. La verdad es que nadie había preguntado nada mi dicho nada, y sin embargo la dueña de la cada había salido casi enloquecida con alabanzas sublimes hacia aquella jovencita.  Comprendieron ellos que ya no hacían nada allí, pero se hubieran despedido si hubieran tenido ocasión. María les echó un reojo rápido, les hizo con la mano una señal de agradecimiento y despedida. No había lugar a más.  Zacarías había salido a la puerta movido por los gritos de alegría y alabanza de su esposa.  Si él conocía a María o no, no lo sé.  Pero ante las nuevas palabras de Isabel a María quedó verdaderamente transido por la emoción. Isabel –no sabía él ni por qué ni como- estaba diciendo algo inaudito: ¿De dónde a mí que venga a visitarme la madre de mi Señor? En cuanto tu voz llegó a mis oídos, salto de gozo la criatura en mi vientre.  Dice el texto que ella misma, Isabel, quedó llena del Espíritu Santo. Y no cabe duda porque estaba siendo profeta que proclamaba a gritos la llegada del Mesías.  Zacarías estaba profundamente emocionado.  Estaban encajando las piezas de forma maravillosa.  [Los que acompañaron en el viaje no se habían ido y observaban atónitos a distancia].  Zacarías hizo señales de que entrasen a la casa María e Isabel, porque había observado que acudían algunas vecinas y curiosos, atraídos por las exclamaciones de Isabel.  Una vez dentro, Zacarías hizo ademanes a maría para expresarle su mudez, e Isabel explicó ya a María lo que había detrás de esa mudez temporal de su esposo.
             Y como dentro de la casa siguieron las emotivas alabanza s de Isabel, María recogió todo aquello que la pariente le dirigía, y con la mayor sencillez las aceptó (porque respondían a plena verdad que no iba María a negar.  Pero por supuesto no se las quedó para ella. Con la grandeza de la madurez de un espíritu y valor interior, volteó cada una de aquellas alabanzas hacia Dios.
                La expresión que uso: “volteó” no tendrá técnicamente el sentido que quiero expresar, pero la uso como una experiencia que tuve en una ocasión con una persona religiosa que en sus alegrías y sufrimientos –sobre todo en el sufrimiento- acababa diciendo: lo volteo hacia Dios… La imagen de esa expresión que yo me hice era como quien ve venir hacia él algo que se le echa encima y se da el arte de hacerlo elevar por encima de su propia cabeza para que aquello se eleve hacia Dios…  Sea o no un sentido aceptable de la expresión, a mí me dijo mucho y me significó muy de lleno la gran realidad de quien mucho recibe pero no se envanece ni envalentona, porque sabe de inmediato referirlo a Dios.
 Y María –como buena mujer judía- convirtió todo aquello en un cántico salmodiado, que recogía expresiones bíblicas y construía una gran alabanza a Dios, que siempre acoge y bendice a los pobres y humildes o sencillos, remontándose al gran padre de la fe, Abrahán, que supo sacar de su humilde obediencia a Dios, la mejor alabanza de un creyente: creer contra toda razón, pero creer en Dios porque Dios es la suprema razón de creer.

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