jueves, 7 de noviembre de 2019

7 de noviembre: La misericordia de Dios


LITURGIA
                      Nueva entrega de la carta de San Pablo a los fieles de Roma (14,7-12). En ella afirma Pablo que nadie vive para sí, para sus conveniencias o gustos, para sus ventajas personales. Ni vive para sí ni muere para sí. Es decir: no nos pertenecemos. La manía del mundo actual de “ser dueños de nosotros mismos” para hacer lo que buenamente nos viene en gana, recibe un mentís claro de Pablo en esta carta, porque si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Y da la razón de fondo de ello: Para esto murió y resucitó Cristo, para ser Señor de vivos y muertos. Por tanto no somos dueños de nuestro cuerpo, ni de nuestras ideas. En todo dependemos del Señor y tenemos que tener como referente definitivo al Señor.
          Consecuencias de ello: Tú ¿por qué juzgas a tu prójimo?; ¿por qué desprecias a tu hermano? El juicio es de Dios, y todos compareceremos ante el tribunal de Dios. De nuestra vida hemos de dar cuenta, precisamente porque nuestra vida depende de Dios. Y cada uno dará su cuenta.

          El evangelio es el capítulo más característico de Lucas: el capítulo 15, que es el capítulo por excelencia de la misericordia. Y aunque aquí hoy no entra la parábola cumbre, la del Padre bueno, queda, por decirlo así, en puertas, anunciada por las otras dos parábolas que Jesús contó a los fariseos, escandalizados de que los publicanos se acercasen a Jesús y Jesús los acogiera. Los fariseos murmuraban entre ellos porque acoge a los pecadores y come con ellos. Y entonces Jesús les pone delante las parábolas en cuestión: la del pastor que pierde una oveja y la mujer que pierde una moneda. Y ¡ojo al detalle!, Lucas suele sacar a la mujer en paralelo con el hombre, lo cual es un avance notable en la mentalidad de la época.
          El pastor ha perdido una oveja. Deja las noventa y nueve en el campo y se va tras la oveja perdida. (Ya era una respuesta a los fariseos: Jesús busca a los perdidos; los otros ya están allí, pero a los perdidos hay que recuperarlos). Y no sólo tiene la satisfacción de haber encontrado a la oveja aquella, sino que ahora exterioriza su alegría convocando a sus amigos y a los otros pastores, invitándoos a alegrarse con él y festejar con él el hallazgo, porque esta oveja se me había perdido y la he encontrado. Y apostilla Jesús para dejar claro el sentido de la parábola: Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Estaba dada la respuesta a los fariseos escandalizados.
          Y ahora, la misma alegría y fiesta en la mujer que ha perdido una moneda, y barre la casa y busca con cuidado hasta que la encuentra. Y entonces convoca a sus vecinas para que se alegren con ella porque había perdido una moneda y la ha encontrado.
          Y vuelve Jesús al mismo estribillo de antes: así será en el cielo  entre los ángeles de Dios la alegría por un pecador que se arrepiente.
         
          Es una pena que el penitente sienta cierto recelo de confesar cuando tiene materia de mayor envergadura, como si eso fuera a escandalizar al confesor. Precisamente el confesor experimenta mayor gozo cuando el penitente viene a tumba abierta a presentarse como pecador, pues ahí está haciéndose presente de forma especial la misericordia de Dios. Es mucho más penoso el penitente que recula para aparecer como “menos pecador”, y trata de justificarse más que de acusarse, pues quiere decir que no viene con el alma abierta a buscar el perdón de Dios, del que el sacerdote es mero instrumento, mero ministro. El que acoge y perdona a través del Sacramento es el mismo Dios. Y Dios no se aparta del pecador sino que sale a su encuentro con mucho amor y el corazón abierto para acogerlo y protegerlo para que se rehaga en adelante.
          No recogerá ahora la liturgia diaria la parábola del Padre bueno, pero yo invito a mis lectores a que lo lean despacio, y saboreen cada detalle de aquel padre que ha perdido a su hijo (por la mala cabeza de su hijo), y el día que lo recupera arma la gran fiesta por la alegría de haberlo reencontrado. Y a su vez defiende su postura de gozo y alegría frente al hijo mayor, díscolo, que se apoya en sus bondades para atacar al hermano pródigo y a su mismo padre. Parece el bueno de la película, pero está representando a los fariseos tan seguros de sí mismos y tan carentes de misericordia con el caído.
          Hoy es un día para celebrar el gozo de haber sido recogidos por el amor y la misericordia de Dios.

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