sábado, 23 de noviembre de 2019

23 noviembre: El Cielo


LITURGIA
                      Un día difícil de comentar porque las lecturas no se prestan a muchas reflexiones: en dos palabras está dicho todo: la primera de 1Mac.6,1-13 nos cuenta la historia de Antíoco que pretende apoderarse de la ciudad de Elimaida, con grandes tesoros, pero sus habitantes le salen a campo abierto y se lo impiden.
          En su retirada, se entera de otro fracaso de su ejército, comandado por Lisias, a manos de los judíos de Jerusalén. Y entra en una enorme depresión, porque antes iba de triunfo en triunfo y ahora ha sumado fracasos. Pierde el sueño, y siente el remordimiento de haber robado el tesoro del templo de Jerusalén, y haber enviado gentes que exterminasen a los habitantes.
          Ya veis, muero de tristeza en tierra extranjera.
          La verdad es que lo veo una lección de historia, pero no le encuentro mucho más para reflexionar que la angustia interior por haber obrado mal. Lo que Jesús describe en sus explicaciones como el llanto y el rechinar de dientes…, el dolor interno por haber hecho el mal. Que eso sí es extensible a nuestra reflexión personal.

          En el evangelio (Lc.20,27-40) tenemos la trampa que los saduceos le tienden a Jesús, con aquella peregrina historia de los siete hermanos que se casan con la misma mujer, sin dejar ninguno descendencia. Pretenden, a propósito de esa invención, ridiculizar la idea de la resurrección que enseña Jesucristo. Los saduceos no creen en valores espirituales: resurrección, espíritu, ángeles…, y por eso vienen a poner a Jesús en un brete: al final, en la resurrección, ¿de quién es esposa de los siete hermanos (que han cumplido con la ley del levirato)?
          Jesús desmonta toda la ficción porque en la resurrección, los hombres y mujeres no se casan; son como ángeles del cielo. Por eso, los que sean dignos de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Son hijos de Dios porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos sino de vivos, porque para él, todos están vivos.
          Esta vez se ponen de parte de Jesús los doctores de la Ley porque ellos sí creen en la resurrección, y se alegran de que Jesús haya callado a los saduceos. Y exclaman: Bien dicho, Maestro. y ya nadie se atrevió a ponerle más dificultades a Jesús.
          Seguramente que a nuestra mentalidad racionalista occidental, no nos llega ese razonamiento de Jesús. Pero para ellos era un argumento contundente.
         
          A nosotros nos puede dar pie para pensar en el Cielo: seremos como ángeles, seres totalmente felices que gozan de la presencia de Dios. Porque el Cielo es eso. No es “un lugar”. Es una presencia. Un ver a Dios cara a cara y un ser semejantes a él porque le veremos tal cual es, como nos os ha presentado San Juan, en dos afirmaciones que resultan atrevidas: “ser semejantes a Dios”, “ver a Dios cara a cara”. No podemos imaginarlo. Queda fuera de nuestra capacidad de entendimiento, pero es una manera de expresar la maravilla que será ese estado de la persona que resucita en resurrección gloriosa, y por tanto amiga de Dios.
          San Catalina decía que, desde que había aprendido a pensar en el Cielo, ninguna carga se le hacía ya pesada en la tierra.
          ¡Falta haría a los cristianos pensar más en el Cielo!, y minimizar así tantas contrariedades de la vida. O tener en esa mirada un dique muy fuerte para no traspasarlo por el pecado.
          El Catecismo de Ripalda definía el Cielo como el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno. Definición que perfectamente dice quién y cómo es Dios. Por eso el Cielo es Dios, e ir al Cielo es ir al encuentro de Dios y gozar de Dios. Y no imaginemos más, ni nos preguntemos más sobre la realidad del Cielo: todo está dicho ahí, y es lo más que podemos decir. ¡Y no es poco!
          Es el encuentro cara a cara con Jesucristo, el que ha constituido el centro de nuestra vida cristiana. Es el encuentro con la Virgen, nuestra Madre. El encuentro con los santos de nuestra devoción, a quienes tantas veces nos encomendamos.

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