miércoles, 20 de noviembre de 2019

20 noviembre: Parábola de las minas


LITURGIA
                      Dos lecturas largas nos tocan hoy en la liturgia continua: la de 2Mac.7.1.20-31 y la de Lc.19,11-28. Vayamos por partes.
          La 1ª lectura nos narra el martirio de los 7 hermanos a manos del rey, que los torturó por no querer comer carne de cerdo. La madre, testigo de todos esos tormentos, exhortaba a sus hijos a permanecer fieles a la ley de Dios, por encima de todas las razones y lazos del afecto. Les hacía poner su mirada en Dios, el Creador, el autor de la vida, el que modela la raza humana.
          Quedaba el menor, un niño. El rey pretendió evitarle el martirio pidiendo a la madre que lo convenciera para que siguiera las normas del rey, Ella se burló del tirano hablando a su hijo en la lengua materna, y haciéndole ver que su vida la debía a Dios y a Dios debía dedicarla. El niño levantó la voz y acusó al tirano y dijo que no comería la carne prohibida. Pero tú –le dice al rey- no escaparás de las manos de Dios.
          Como siempre, el número de siete no es un número matemático sino simbólico: todos los hijos de aquella madre. Lo que ya era una heroicidad en ella ver morir martirizados a sus hijos, y tener el valor de exhortar al pequeño a seguir el ejemplo de sus hermanos.

          El evangelio es una variante de la parábola de los talentos, y una variante significativa. Porque en los talentos, se reparte el dinero “según la capacidad”: cinco, dos, uno. Mientras que aquí, a todos se les da igual: diez personas, diez onzas, una por cabeza. Lo que indica que Dios reparte sus dones por igual, sin hacer distinción.
          Aquel hombre reparte su dinero y se va a procurarse el título real. Y algunos envían una embajada a continuación para impedir que le den el título. Ésta sería como una variante dentro de la misma parábola, refiriéndola a Cristo que va a ser nombrado rey.
          Cuando regresa ya con el título real, pide cuentas a los que había repartido su dinero para ver cómo lo habían negociado. Y al primero, que con la onza ha ganado diez onzas, lo reconoce empleado fiel y cumplidor. Como has sido fiel en una minucia, tendrás autoridad sobre diez ciudades
          Otro llegó con cinco onzas: tu onza, señor, ha producido cinco. Y también lo ensalza con las mismas palabras que el primero. Aunque había producido menos, eso no importaba: el hecho es que había negociado y que había obtenido fruto.
          Y llegó otro y le devolvió la onza que había recibido, explicándose con una argumentación absurda: te tenía miedo, porque eres hombre exigente, que reclamas lo que no prestas y siegas donde no siembras.
          Cae de su peso que las razones se volvían contra él. Basta releerlas y se da uno cuenta del absurdo de esas razones. Y el amo le condena por ser holgazán, que no ha hecho nada para hacer fructificar aquella onza.
          Da el amo la orden de que le quiten la onza y se la den al que tiene diez. Y eso extraña a los criados. Pero era coherente. El que con una ha ganado diez, es de fiar. Bien puede recibir otra más, porque será capaz de negociar con ella. Al que no tiene, se le quita hasta lo que tiene. Al incapaz de dar futo, se le quita hasta o poco que había recibido, porque no sabe sacarle provecho. Al que tiene, se le dará. Al que tiene arrestos para trabajar y darle sentido a la vida, se le confiará más.
          El final es muy típico judío, y Jesús lo concluye en el plano humano: a los que mandaron embajada para que él no fuera rey, que los saquen fuera y que mueran. Era la suerte de los que no querían a Jesús. Aunque Jesús no concluye así en su vida real: no quita de en medio a los que le hacen la guerra. Por el contrario, él cae bajo el peso de aquellos malos hombres que no lo quisieron rey y lo llevaron hasta la cruz.
          Concluye el relato con un escueto final: Dicho esto, echó a andar delante de ellos, subiendo a Jerusalén. La parábola estaba contada. Quien quisiera enterarse, ahí la tenía. Jesús no discute con ellos. Por el contrario él sigue su camino, y su camino conduce a Jerusalén donde él va a morir por ser rey.

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