miércoles, 22 de noviembre de 2017

22 noviembre: Parábola de las minas

Liturgia:
                      2Mac.7,1.20-31 es la conocida historia de la madre de los siete hermanos que se van negando uno tras otro a aceptar la orden del rey por la que tenían que abominar y desertar de su fe y costumbres judías. Los espolea la madre que ve perecer en un día a sus siete hijos. Incluso al hijo menor ella le anima a morir por fidelidad a la ley de Dios: No temas a ese verdugo; ponte a la altura de tus hermanos y acepta la muerte. Así, por la misericordia de Dios, te recobraré junto con ellos. Y el muchacho se declara fiel a la ley de Dios y arrostra el sacrificio de su vida.
          Admirables los hermanos, por supuesto. Pero admirable la madre, capaz de sobrellevar la pérdida de sus hijos, con tal de que sean fieles al Dios que creó todo de la nada y lo mismo da el ser al hombre. El dolor de la muerte de un ser querido es siempre muy fuerte, por muchos ideales que se tengan. Con todo la muerte de un mayor es más asumible porque parece que es la regla de la vida. Pero el dolor de una madre por la muerte de un hijo se presenta como “contra natura” porque rompe todos los esquemas. De ahí la admiración que provoca esta madre de la historia, que no sólo padece el ver la muerte de sus hijos, sino que ella los arenga para que sean fieles a la Ley de Dios. Esto es de verdad el amor a Dios sobre todas las cosas, el posponer todo amor al amor que se debe a Dios.

          Difícil es tocar hoy el evangelio de Lc.19,11-28 cuando el domingo pasado hemos tenido la parábola paralela de los talentos (una moneda romana). Hoy se habla de las “onzas” o de “las minas”, otra moneda de la época.
          La diferencia substancial es que a cada empleado le dan la misma cantidad: Llamó a diez empleados suyos y les repartió diez onzas de oro (una a cada uno), diciéndoles: Negociad mientras vuelvo.
           A la hora de rendir cuentas, el primero entrega diez minas: Tu onza ha producido diez. Es considerado por su amo como “empleado cumplidor”, y recibe el mando de diez ciudades. Es una persona de fiar.          Otro viene con cinco minas: Tu onza ha producido cinco. También a éste le confía el mando de cinco ciudades. También es persona de fiar, que ha sabido negociar con la onza recibida.
          Otro viene con la mina recibida que ha guardado en un pañuelo, y viene a devolverla. Aquí está tu onza. Sabía que eres exigente y te tenía miedo, y temía que la mina se perdiera. A lo que el amo responde que le quiten la onza a ese y la den al que tiene diez. Le arguyen que ya tiene diez. Y es cierto. Pero es de los que saben sacar provecho de lo que se le ha confiado. Se puede confiar en él. En cambio al pusilánime que no se ha atrevido a hacer negocio con la mina recibida, se le quita hasta lo que tiene. No sabe sacar provecho de lo que recibe. La sentencia es clara: el que rinde bien, recibe más. El que no rinde, pierde lo que se le dio.

          Entremezclado con esa parábola hay otra: ese dueño se ausentó porque se fue a agenciarse el título de rey. Sus adversarios no lo quieren por rey y mandan embajadas para que el monarca no dé por investido a ese ciudadano. Esta parábola se retoma al final con el castigo de los que conspiraron contra el proyecto del amo. Y el castigo es el de los traidores tiránicos y rebeldes que han actuado contra la autoridad.
          ¿Realmente dijo Jesús el final de esta parábola, tal como nos ha quedado? Si lo dijo era parte del cuento general, y pretendía llamar la atención contra los judíos que no aceptaban a Jesús como Mesías-Rey. Yo atribuiría mucho más al historiador judío (y por tanto más extremoso en sus conclusiones) esa orden de sacar afuera a los insubordinados y degollarlos.

          La secuencia completa sería, traducida a conocimientos fácilmente asequibles: Jesús se va a ausentar; él no va a permanecer en la tierra todo el tiempo. Encarga a sus apóstoles esas minas que han de dar prueba de su trabajo y sus merecimientos. Y junto a los apóstoles, la historia de la Iglesia durante siglos. Pero Jesús ha de volver para hacer justicia (para salvar a los que son fieles empleados y cumplidores). El pueblo judío va a tener como consecuencia de no aceptar a Jesús, no sólo la destrucción del templo y de la ciudad (que sería una salida meramente material y temporal) sino unas consecuencias escatológicas mucho más duras. No aceptar a Jesús equivale a no aceptar la salvación que él trae. Y eso es peor que acabar degollados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡GRACIAS POR COMENTAR!