domingo, 9 de noviembre de 2014

9 noviembre: SOIS EDIFICIO DE DIOS

El TEMPLO  
          Celebramos hoy –con una liturgia que se sobrepone a la correspondiente del domingo- la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, en uno de cuyos pilares obra esta inscripción: “Madre de todas las iglesias de la Urbe y del mundo”.
          Las lecturas que van a traernos el mensaje de esta fiesta comienzan con la expresiva comparación profética de Ezequiel (47, 1-2, 8-9, 12): De las mismas bases del Templo manaban manantiales de agua limpia que van purificando a su paso, que producen frutales de toda especie y que dirigiéndose a Levante (simbólicamente hacia Dios), llegan a hacer potables las aguas del Mar Muerto. La Iglesia es vista como sanadora, como fructífera, como algo que produce efectos benéficos y cada vez más amplios.
          Si nos bajamos de “la Iglesia” a las iglesias, tendremos aspectos más concretos y más tangibles: la iglesia en el corazón de cada persona, la iglesia doméstica de la familia, las iglesias o comunidades diversas. Y a cada una le está haciendo ver esta fiesta que allí donde haya una “iglesia personal o grupal”, ha de haber unos efectos sanadores, una purificación de conversaciones, de sentimientos, de formas de vida, de tal manera que por donde pasemos, haya un fruto medicinal para toda clase de situaciones.
          San Pablo, en la 2ª lectura nos afirma esa misma idea: que somos edificio de Dios, y que nuestros cuerpos son templo del Espíritu Santo. Ha aterrizado Pablo en esa idea de que no miremos tanto hacia afuera al hablar del “Templo” o de la “Iglesia”, sino que tengamos más ante los ojos la realidad personal (que a su vez es comunitaria): somos un conjunto de personas en la que cada una es edificio de Dios, templo del Espíritu Santo, y eso se proyecte en un estar verdaderamente cimentados en la verdad de Jesús, en el estilo de Jesús. Y por tanto no somos dueños de nuestro cuerpo ni de nuestra vida, porque en todo estamos arraigados sobre Jesucristo y somos edificio de Dios.
          El Evangelio de Jn 2, 11 suele centrarse para muchos en lo menos substancial y menos objetivo: el látigo, en manos de Jesús. Los datos son, los del Templo profanado, el dolor o celo de Jesús de ver profanado el Templo, no tanto por los mercaderes cuando por los dirigentes del Templo que se lucraban económicamente; y la comparación que hace Jesús entre el Templo destruido y su propia realidad: cuando muerto por los celos de aquellos dirigentes, Él rehará su vida en tres días.
          El mensaje, pues, está mucho más allá que la anécdota. Primero, lo que es una falta de educación y respeto al templo. Hay razón para mirar nosotros nuestras actitudes en las iglesias o templos, actitudes externas que se van deteriorando y no sólo por quienes poco las frecuentan sino por los que las frecuentamos.
          Segundo por la vivencia nuestra de la Eucaristía como triunfo de Cristo resucitado, y razón de nuestra esperanza, porque este templo –pese a todo lo que lo debilita y lo que es combatido- su piedra angular es un Cristo invencible.
          Y podría ser también una visión profunda de la misma Iglesia en sí que necesita purificarse y purificar; labor que intenta el Papa, pero que no podrá consumarse mientras cada uno de nosotros no limpie la parcela personal.

          La Eucaristía ha de ser nuestro punto de encuentro y responsabilidad ante Cristo, que viene a nosotros como aquellas aguas que todo lo limpian y hacen fructificar.

1 comentario:

  1. El libro del Profeta Ezequiel está dividido en 48 capítulos y abarca un periodo de 20 años (593-573 a.c). Ezequiel era sacerdote, y recibe una serie de visiones divinas (Ez 1,1). La lectura que se lee en la Misa de hoy es una de esas visiones.

    comienza diciendo: "Un ángel me llevó a la entrada de la Casa...", aunque en otra traducción que he consultado no cita al ángel, y la palabra Casa es substituida por Templo. Estos aspectos no logro entenderlos, y además hoy no tengo muchas ganas de profundizar en eso, estoy algo cansado, a pesar de ser temprano.

    Sabemos que el libro de Ezequiel forma parte del Antiguo Testamento y que por tanto es Sagrada Escritura. Decimos que la Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios mismo es su autor: por eso afirmamos que está inspirada y enseña sin error las verdades necesarias para nuestra salvación. El Espíritu Santo ha inspirado, en efecto, a los autores humanos de la Sagrada Escritura, los cuales han escrito lo que el Espíritu ha querido enseñarnos. La fe cristiana, sin embargo, no es una «religión del libro», sino de la Palabra de Dios, que no es «una palabra escrita y muda, sino el Verbo encarnado y vivo» (San Bernardo de Claraval).

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