jueves, 21 de marzo de 2013

Una promesa eterna


PROMESA DE DIOS
             De los textos más hermosos del Antiguo Testamento, el que hoy presenta el Génesis 17,3-9 se lleva mis preferencias. Tiene en sí la belleza del cambio de nombre que Dios le hace a Abrán y que representa la clara intervención de Dios que elige a ese santo varón para una misión de suma trascendencia: Yo hago mi pacto contigo y con tu descendencia en futuras generaciones, como pacto perpetuo.  Encierra un pacto, que es un compromiso de Dios, desde su libre y decisiva liberalidad (la grandeza del amor gratuito de Dios). Y el pacto es perpetuo, y abrazará a las generaciones.  Y en ese pacto hay un elemento vital para ese pueblo: le dará la tierra que peregrina, como posesión perpetua.  Lo que implica que no sólo es una tierra geográfica sino la tierra entera. De modo que descendientes de Abrahán somos también nosotros, y beneficiarios de aquella promesa.
             Cuando Jesús –en Juan 8, 51-59- Jesús dice que Abrahán quiso ver mi día, lo vio y se llenó de alegría, los judíos se mofan de Jesús porque Abrahán vivió tantos siglos antes…  Y sin embargo ese día de Jesús estaba ya implícito en la promesa perpetua, en la descendencia prometida, y por tanto en el descendiente al que iban orientadas todas las promesas de Dios. Además –y es lo que exacerba a los judíos es la afirmación de Jesús –igualándose a Dios- de que antes que Abrahán existiera, existo yo.  No podía esperarse otra reacción de aquellos oyentes que la de coger piedras para apedrear al “blasfemo”.  Jesús que, en definitiva es un hombre y que en su realidad en la tierra ha de actuar como hombre- ha de huir, esconderse, escabullirse del Templo.  Aquí Juan “baja” a la realidad; antes ha construido un discurso apologético para enseñanza de sus comunidades cristianas.

             Me he detenido mucho en la materialidad de un hecho tan brutal como la crucifixión.  Pero esa práctica se puede mirar desde el estudio y la asepsia de una forma de tortura, el modo en que aquello se realizaba, un estudio de sus consecuencias, o la parada de espectador ante el crucificado.
             Pero quien está allí es Jesús. Ya bastaría que fuera un hombre torturado. Pero es que es Jesús que, evidentemente es inocente…; que es el Hombre que siempre fue bueno e hizo el bien. El Maestro que enseño a amar, a perdonar siempre, y cuyas idas y venidas por Palestina fueron siempre para derramar bondad.  Para un creyente, para una persona que ora con el Evangelio, es aún mucho más: es un Amigo, un hermano, una Persona que enamora, Alguien que ha arrancado los más heroicos actos de amor…  En Alguien nuestro, Alguien muy querido.  Y Alguien que tiene sus sentimientos y que no es un robot ni un actor que representa un papel en una película de la Pasión.  Y la mirada nuestra hacia el Crucificado es necesariamente una mirada cargada de afecto, de dolor interno nuestro, de esa compasión que no es la de tener lástima sino la de padecer con…, la de tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz.
             Todo eso que ha sucedido y está sucediendo no lo podemos mirar “desde fuera”.  El alma necesita entrar dentro del Corazón mismo de Jesús. Nuestra oración íntima debe tratar de ponerse en Él…, lo que Él está viviendo, los dolores y la tortura que Él está sintiendo, las experiencias de aquella espantosa situación.  Los brazos y los pies atravesados por toscos clavos que, además, son el único punto de apoyo para poder elevar un poco el pecho para respirar y seguir viviendo.  El pecho angustiado porque no puede tomar aire.  Querer y no poder…, y lo que “puede” es con un dolor que inhibe el mismo intento… ¿Habéis experimentado alguna vez –por un rato- lo que es no poder respirar…, necesitar que el aire entre en los pulmones y ver que no puedes?  Porque eso o lo vive uno desde la experiencia o no es concebible.  ¡Y Jesús estaba padeciendo esa angustia! Y con la seguridad de que cada momento será peor…; de que morirá.  El aire no entra, el corazón no se oxigena…  El alma está puesta en el Cielo pero la vida se le acaba. En ese momento un hombre que está en su mismo suplicio, se le viene encima a pedirle ayuda…, a pedirle que se acuerde de él cuando esté Jesús en su Reino…  Y Jesús, que no puede tirar de sí…, que ya hace mucho con estar viviendo –luchando contra la muerte-, sale de sí, y responde amorosamente al hombre aquel…
             Y todavía Jesús tiene a sus pies a quienes le acompañan: su madre y unos discípulos, mujeres y un innominado discípulo amado, que es la representación de cada uno de nosotros que sepa estar ahora en esa mirada fija al Amigo que muere ajusticiado…, y que a través de la historia ha de ser testigo de aquella brutalidad de los hombres y aquella paz sublime del que muere sin rebelarse contra la injusticia y el desamor.  Y tanto la madre de Jesús como los pocos otros, velando al Amigo, acompañando, poniendo el alma, llorando disimuladamente…, y –ojalá-que sabiendo volver la vista a tantos crucificados del mundo, de los que unos pocos están muy cerca, muy al alcance…, y de los que somos capaces de no darnos cuenta.  Y está también que no respiran, que no se les deja respirar, que carecen de cariño o de pan, que están ahí y no lo advertimos…, y acabamos culpando unas veces, criticando otras, o pensando que su cruz no merece la pena…, o contraponiendo inmediatamente “mis penas”… que  -mira por dónde- son siempre más grandes o más importantes que la mía.  Jesús está viendo cada detalle desde la atalaya de su cruz, desde la verdad incuestionable de su muerte inminente.

1 comentario:

  1. Ana Ciudad3:23 p. m.

    En la meditación,la Pasión de Cristo sale del marco frio de la historia o de la piadosa consideración,para presentarse delante de los ojos,terrible,agobiadora,cruel,sangrante....,llena de Amor.

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