sábado, 16 de junio de 2018

16 junio: El Nombre de Dios


Corazón de Jesús, digno de toda alabanza

Sería la invocación más fácil de entender y que mejor nos sale espontánea, porque tenemos muy metido en el alma que el Corazón de Jesús merece todas las alabanzas. Como Dios que es, Hijo del Padre, toda alabanza y adoración. Como Hombre que pasó por el mundo haciendo el bien a todo el que encontró necesitado, todo el reconocimiento a su bondad y misericordia. Y como aparece varias veces en los evangelios, las gentes se admiraban con él y lo alababan y se entusiasmaban. Como aquella mujer: Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te criaron.
Nuestra espiritualidad del Corazón de Jesús nos mueve a una emocionada visión de Jesús, todo amor, al que confiamos todas nuestras cosas y del que sentimos venir los favores. Por eso mismo nuestra relación con el Corazón de Jesús es de agradecimiento, confianza y alabanza.

Liturgia:

                   Jesucristo fue cogiendo aspectos de la vida diaria para expresarles a las gentes –y para que aprendamos nosotros- hasta dónde llega la relación con Dios cuando es una relación sincera y de finura de amor. Y hoy (Mt.5,33-37) nos lleva a un terreno que a alguno le podría parecer de menor importancia. Se trata del juramento. Jurar es poner a Dios por testigo de lo que se afirma. Es invocar la veracidad divina como garantía fe la propia veracidad. El juramento compromete el nombre de Dios Aunque haya diversas formas de “jurar” que propiamente no son juramento como tal. Jurar “por la salud de mi hijo” no es directamente un juramento en el sentido que Jesús trata en este punto. Pero las gentes son fáciles a recurrir a estos juramentos y en el fondo expresan que no son personas de fiar por sus propias afirmaciones, y sólo se comprometen cuando recurren al juramento.
Jesús ha tomado por delante el 2ª mandamiento de la Ley de Dios: No tomarás en vano el nombre de Dios, Y Jesús dice que no juréis en absoluto, ni por el cielo –que es el trono de Dios-  ni por la tierra, que es el estrado de sus pies. Ni por Jerusalén, que es la ciudad del gran Rey, ni por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo cabello. A vosotros os basta decir SÍ  o NO, porque todo lo que pasa de ahí, viene del maligno.
Quedan aparte las promesas o los votos que se hacen en situaciones especiales: las promesas del matrimonio, o los votos que consagran a Dios a una persona, bien sea temporalmente, ya sea de por vida.
Queda claro que para Jesús no vale ni la justificación de que lo que se jura sea verdad. Sencillamente el nombre de Dios es algo muy grande para que la persona lo tome como muletilla de sus afirmaciones.
Ni tiene sentido la “promesa” vulgar, esa que se hace como moneda de cambio: “Haré tal cosa si Dios me conceda tal otra”. No es correcto ese mercadeo con Dios. Distinto es ofrecerle a Dios a fondo perdido en súplica por alguna petición. Pero ahí no hay ese “te doy si me das” sino que yo doy amorosamente a Dios, al tiempo que le suplico por alguna intención.
El NOMBRE de Dios equivale a la persona. No tomar en vano el Nombre de Dios es no tomar a Dios con ligereza. Con Dios hemos de mantener de una parte la suma confianza, pero al mismo tiempo el sumo respeto. Dios se acerca a nosotros con cercanía del padre, pero también al padre se le debe un respeto reverencial. Claro que hoy vale menos la comparación desde que se ha perdido una buena parte del respeto al padre de familia, como se ha perdido el respeto al Maestro, al Profesor (todo ello dicho en masculino o en femenino) y a los mayores. Al perderse ese sentimiento se ha deteriorado también el respeto a lo sobrenatural, lo sagrado y, en definitiva a Dios.
Por eso esta “plenitud” a la que Jesús lleva hoy hasta la última letra o tilde de la ley, no es tema de menor cuantía, y todos tenemos que hacer nuestra propia revisión de nuestra relación interna con Dios, con el nombre de Dios.

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