martes, 29 de noviembre de 2016

ZENIT 29: Temor de Dios NO ES miedo

El Papa en Sta. Marta: El temor de Dios no es miedo, es humildad
El Papa en Santa Marta (fto. Oss. Romano ©)
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Dios revela el misterio de la salvación a los pequeños, no a los sabios y entendidos. Así lo ha recordado el papa Francisco en la homilía de la misa en la residencia Santa Marta celebrada este martes. Haciendo referencia a las lecturas del día, el Santo Padre se ha detenido sobre la virtud de los pequeños que es el temor de Dios, no miedo, sino humildad.
“La alabanza de Jesús al Padre” que narra el Evangelio de Lucas, es porque el “Señor revela a los pequeños los misterios de la Salvación, el misterio de sí mismo”.  Así, el Pontífice ha subrayado la preferencia de Dios por quien sabe entender sus misterios, no los sabios y los entendidos, sino el “corazón de los pequeños”.
Además, ha explicado que también la primera lectura que está llena “de pequeños detalles” , “va en esta línea”. El profeta Isaías habla de un “pequeño brote” que “nacerá del pequeño tronco de Jesé” y no de “un ejército” que llevará la liberación.
En esta misma línea ha hablado además de los pequeños protagonistas de la Navidad. “Después, en Navidad veremos esta pequeñez: un niño, un establo, una madre, un padre… Las cosas pequeñas”, ha observado. Corazones grandes –ha señalado– pero actitudes pequeñas.
El Santo Padre ha insistido en que el “temor del Señor no es el miedo”, es, “hacer vida el mandamiento que Dios ha dado a nuestro padre Abrahán: camina en mi presencia y sé irreprensible”. Por eso, el Papa ha precisado que esta es la humildad, el temor del Señor es la humildad.
Y solo los pequeños –ha precisado– son capaces de entender plenamente el sentido de la humildad, el sentido del temor del Señor, porque caminando delante del Señor, mirados y cuidados, sienten que el Señor les da la fuerza para ir adelante.
Es así el Papa explica cómo es la verdadera humildad: “Vivir la humildad cristiana es tener este temor del Señor, que no es miedo”. Al mismo tiempo ha añadido que “la humildad es la virtud de los pequeños, la verdadera humildad, no la humildad un poco teatral”. Por eso ha advertido que decir “yo soy humilde  estoy orgulloso de serlo”, no es verdadera humildad. La humildad del pequeño –ha precisado– es la que camina en la presencia del Señor, no habla mal de los otros, mira solamente el servicio, se siente el más pequeño.
Por otro lado, el Pontífice ha aseverado que es “muy humilde” la joven que Dios “mira” para “enviar a su Hijo” y que enseguida va donde su prima Isabel y no dice nada “de lo que había sucedido”. La humildad –ha insistido Francisco– es así, caminar en la presencia del Señor, felices, alegres porque somos“mirados por Él”, “exultantes en la alegría por ser humildes” como narra Jesús en el Evangelio del día.
Para concluir la homilía, el Pontífice ha indicado que mirando a Jesús que exulta en la alegría, porque Dios revela su misterio a los humildes, podemos pedir “para todos nosotros la gracia de la humildad, la gracia del temor de Dios, del caminar en su presencia tratando de ser irreprensibles”. Y así, con esta humildad, “podemos estar vigilantes en la oración, trabajando en la caridad fraterna y exultantes en la alegría en la alabanza”.

5 comentarios:

  1. El don de temor de Dios intensifica y purifica todas las virtudes cristianas

    Por: José Maria Iraburu. | Fuente: Fundación gratis date.



    Tema: Los Siete Dones del Espiritu
    Autor: José Maria Iraburu.
    Fuente: Fundación gratis date.

    El don de temor

    Sagrada Escritura

    La Biblia inculca desde el principio a los hombres el santo temor de Dios: «Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que sirvas al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma, que guardes los mandamientos del Señor y sus leyes, para que seas feliz» (Dt 10,12-13). En este texto, y en otros muchos semejantes, se aprecia cómo el temor de Dios implica en la Escritura veneración, obediencia y sobre todo amor.

    También Jesucristo, siendo para nosotros «la manifestación de la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), nos enseña el temor reverencial que debemos al Señor, cuando nos dice: «temed a Aquél que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28).

    Sabe nuestro Maestro que «el amor perfecto echa fuera el temor» (1Jn. 4,18). Pero también sabe que, cuando el amor es imperfecto, el amor y el servicio de Dios implican un temor reverencial. Y como en seguida lo veremos en los santos, un amor perfecto a Dios lleva consigo un indecible temor a ofenderle.

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  2. (Cont.)

    Teología

    El don de temor es un espíritu, es decir, un hábito sobrenatural por el que el cristiano, por obra del Espíritu Santo, teme sobre todas las cosas ofender a Dios, separarse de Él, aunque sólo sea un poco, y desea someterse absolutamente a la voluntad divina (+STh II-II,19). Dios es a un tiempo Amor absoluto y Señor total; debe, pues, ser al mismo tiempo amado y reverenciado.

    No es, por supuesto, el don de temor de Dios un temor servil, por el que se pretende guardar fidelidad al Señor única o principalmente por temor al castigo. Para que el temor de Dios sea don del Espíritu Santo ha de ser un temor filial, que, principalmente al principio o únicamente al final, se inspira en el amor a Dios, es decir, en el horror a ofenderle.

    El don de temor de Dios intensifica y purifica todas las virtudes cristianas, pero algunas de ellas, como veremos ahora, están más directamente relacionadas con él.

    El temor de Dios y la esperanza enseñan al hombre a fiarse solamente de Dios y a no poner la confianza en las criaturas -en sí mismo, en otros, en las ayudas que pueda recibir-. Por eso aquel que verdaderamente teme a Dios es el único que no teme a nada en este mundo, ya que mantiene siempre enhiesta la esperanza. El justo «no temerá las malas noticias, pues su corazón está firme en el Señor; su corazón está seguro, sin temor» (Sal 111,7-8). En realidad, no hay para él ninguna mala noticia, pues habiendo recibido el Evangelio, la Buena Noticia, ya está seguro de que todas las noticias son buenas, ya sabe ciertamente que todo colabora para el bien de los que aman a Dios (Rm 8,28).

    Por eso, cuando el cristiano está asediado entre tantas adversidades del mundo, se dice: «levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio?»; y concluye: «el auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,1-2).

    El temor de Dios y la templanza libran al cristiano de la fascinación de las tentaciones, pues el temor sobrehumano de ofender al Señor aleja de toda atracción pecaminosa, por grande que sea la atracción y por mínimo que sea el pecado. Para pecar hace falta mantener ante Dios un atrevimiento que el temor de Dios elimina totalmente.

    El temor de Dios fomenta la virtud de la religión, lleva a venerar a Dios y a todo lo sagrado, es decir, a tratar con respeto y devoción todas aquellas criaturas especialmente dedicadas a la manifestación y a la comunicación del Santo.

    Quien habla de Dios o se comporta en el templo, por ejemplo, sin el debido respeto, no está bajo el influjo del don de temor de Dios. En efecto, hemos de «ofrecer a Dios un culto que le sea grato, con religiosa piedad y reverencia» (Heb 12,28). El mismo Verbo divino encarnado, Jesucristo, nos da ejemplo de esto, pues «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas, fue escuchado por su reverencial temor» (5,7).

    El temor de Dios, en fin, nos guarda en la humildad, que sólo es perfecta, como fácilmente se entiende, en aquellos que saben «humillarse bajo la poderosa mano de Dios» (1Pe 5,6). El que teme a Dios no se engríe, no se atribuye los bienes que hace, ni tampoco se rebela contra Él en los padecimientos; por el contrario, se mantiene humilde y paciente.

    El don de temor, como hemos dicho, es el menor de los dones del Espíritu Santo: «el principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Prov 1,7). Es cierto; pero aun siendo el menor, posee en el Espíritu Santo una fuerza maravillosa para purificar e impulsar todas las virtudes cristianas, las ya señaladas, y también muchas otras, como fácilmente se comprende: la castidad y el pudor, la perseverancia, la mansedumbre y la benignidad con los hombres. El espíritu de temor ha de ser, pues, inculcado en la predicación y en la catequesis con todo aprecio.

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  3. (Cont.)
    Santos

    El ejemplo de los santos, que consideraremos en cada uno de los dones del Espíritu Santo, nos hará conocer con claridad y certeza cuáles son los efectos que produce cada uno de los dones.

    Ante «el Padre de inmensa majestad», como reza el Te Deum, el hombre, por santo que sea, en ocasiones se estremece. «¡Ay de mí, estoy perdido!, pues siendo un hombre de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Yavé Sebaot», exclama Isaías (6,5). Sí, eso sucede en el Antiguo Testamento, ante Yavé, el Altísimo. Pero el mismo San Juan apóstol, el amigo más íntimo de Jesús, cuando le es dado en Patmos contemplar al Resucitado en toda su gloria, confiesa: «así que le vi, caí a sus pies como muerto» (Ap 1,18).

    Este peculiar fulgor del don de temor de Dios se manifiesta innumerables veces en la vida de los santos cristianos.

    Según Dios da su luz, se da en el alma de los santos una captación muy diversa de sí mismos. Santa Angela de Foligno aunque unas veces declara: «me veo sola con Dios, toda pura, santificada, recta, segura en él y celeste» (Libro de la vida, memorial, cp.IX), otras veces siente un horrible espanto de sí misma: «entonces me veo toda pecado, sujeta a él, torcida e inmunda, toda falsa y errónea» (ib.). Y hay momentos extremos en que ella, así lo confiesa, siente la necesidad de andar por ciudades y plazas, gritando a todos: «aquí está la mujer más despreciable, llena de maldad y de hipocresía, sentina de todos los vicios y males» (ib. instruc. I).

    San Pablo de la Cruz, el fundador de los pasionistas, estando retirado unos días a solas en una iglesia solitaria, se siente a veces de tal modo embargado por el temor de Dios, es decir, por la captación simultánea de su propia miseria y de la Santidad divina, que se veía completamente indigno de estar en la iglesia, ante el sagrario, en lugar tan sagrado:
    « y decía a los ángeles que asisten al adorabilísimo Misterio que me arrojasen fuera de la iglesia, pues soy peor que un demonio. Sin embargo, no se me quita la confianza con mi Esposo Sacramentado. Y le decía que recordase lo que me ha dejado en el santo evangelio, esto es, que no ha venido él a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Diario espiritual 5-XII-1720).

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  4. En ciertas ocasiones, el Espíritu Santo hace que el santo, después de algún pecado, se estremezca de pena y espanto por el don de temor de Dios. Santa Margarita María de Alacoque, la que tantas y tan sublimes revelaciones había tenido del amor y de la ternura del Corazón de Jesús, refiere que en una ocasión tuvo «algún movimiento de vanidad hablando de sí misma»...
    « ¡Oh Dios mío! ¡Cuántas lágrimas y gemidos me costó esta falta! Porque, en cuanto nos hallamos a solas Él y yo, con un semblante severo me reprendió, diciéndome: "¿qué tienes tú, polvo y ceniza, para poder gloriarte, pues de ti no tienes sino la nada y la miseria, la cual nunca debes perder de vista, ni salir del abismo de tu nada?"». Y en seguida «me descubrió súbitamente un horrible cuadro, me presentó un esbozo de todo lo que yo soy... Me causó tal horror de mí misma, que a no haberme Él mismo sostenido, hubiera quedado pasmada del dolor. No podía comprender el exceso de su grande bondad y misericordia en no haberme arrojado ya en los abismos del infierno, y en soportarme aún, viendo que no podía yo sufrirme a mí misma. Tal era el suplicio que me imponía por los menores impulsos de vana complacencia; así que a veces me obligaba a decirle: "¡ay de mí, Dios mío!, o haced que muera o quitadme ese cuadro, pues no puedo vivir mirándole"» (Autobiografía 62).

    Sin embargo, confiesa al final de su escrito, «por grandes que sean mis faltas, jamás me priva de su presencia [el Señor] este único amor de mi alma, como me lo ha prometido. Pero me la hace tan terrible cuando le disgusto en alguna cosa, que no hay tormento que no me fuera más dulce y al cual no me sacrificara yo mil veces antes que soportar esta divina Presencia y aparecer delante de la Santidad divina teniendo el alma manchada con algún pecado.

    «En esas ocasiones, bien hubiera querido esconderme y alejarme de ella, si hubiese podido; mas todos mis esfuerzos eran inútiles, hallando en todas partes esa Santidad, de que huía, con tan espantosos tormentos que me figuraba estar en el Purgatorio, porque todo sufría en mí sin ningún consuelo, ni deseo de buscarle» (ib. 111).

    El temor de Dios, en efecto, produce a veces en los santos verdaderos estremecimientos de espanto por los más pequeños pecados cometidos contra la Santidad divina. Sufren así entonces, como bien dice Santa Margarita María, sufrimientos muy semejantes a los propios del Purgatorio. Y muy al contrario, los cristianos todavía carnales son sumamente atrevidos a la hora de ofender a Dios en algo. No está en ellos despierto todavía el don del temor de Dios; y ofendiéndole, aunque sea en cosas pequeñas o no tan chicas, todavía se creen muy buenos.

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  5. (Cont.)
    El espanto que una ofensa mínima contra Dios causa en los santos puede verse en esta anécdota de la vida de Santa Catalina de Siena. Estando en oración, se distrae un momento, volviendo la cabeza para ver a un hermano suyo que pasaba. Al punto, la Virgen María y San Pablo le reprenden por ello con gran dureza, y ella llora y solloza interminablemente con inmensa pena, sin poder hablar palabra con los que le preguntan. Y su director espiritual cuenta:

    «Cuando la virgen pudo por fin abrir la boca, dijo entre sollozos: "¡infeliz de mí, miserable de mí! ¿Quién hará justicia a mis iniquidades? ¿Quién castigará un pecado tan grande?"» (Leyenda 203).

    La santa virgen Catalina tenía temor de Dios de un modo divino, sobrehumano. Y el beato Raimundo de Capua, su director, refiere que ella encarecía con frecuencia «el odio santo y el desprecio por sí misma» que debe sentir el alma:
    «tened siempre en vosotros, hijos míos -decía-, ese odio santo, porque os hará siempre humildes. Tendréis paciencia en las adversidades, seréis moderados en la abundancia, os adornaréis con vestidos honestos, gratos y amables a Dios y a los hombres». Y añadía: «cuidado, mucho cuidado con quien no tenga ese odio santo porque, donde ese odio falta, reina necesariamente el amor propio, que es el pozo negro de todos los pecados, la raíz y la causa de todo pésimo afán» (101).

    Cuando el don espiritual del temor divino actúa en el alma con la potencia sobrehumana del Espíritu Santo, el menor de los pecados es sentido como una atrocidad indecible. Santa Teresa de Jesús decía: «no podía haber muerte más recia para mí que pensar si tenía ofendido a Dios» (Vida 34,10). Eso es el temor de Dios.

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