LITURGIA
Estamos ante un bonito texto
de San Pablo, en su carta a su discípulo Tito (2, 1-8. 11-14). Le da
orientaciones sobre lo que debe enseñar o aconsejar, y va pasando por diversos
estamentos de personas. Como norma general, “habla
de lo que es conforme a la sana enseñanza”. Y como orientaciones
particulares, a los ancianos que sean
sobrios, serios y que piensen bien; robustos en la fe, en el amor y en la
paciencia. Que no es menester ser anciano para que estas recomendaciones
puedan venirnos muy bien en una revisión de nosotros todos.
A las ancianas, que sean decentes en el porte, que no sean chismosas ni
se envicien con el vino, sino maestras de lo bueno, de modo que inspiren a las
jóvenes, enseñándolas a amar a sus maridos y a sus hijos; a ser moderadas y
púdicas, a cuidar bien de su casa, a ser bondadosas y sumisas a sus maridos
para que no se desacredite el evangelio. Quitando la última consideración,
que era propia de su tiempo y de su cultura, todo lo demás es de una aplicación
práctica perfecta para nuestras mujeres, ancianas o no. ¡Y para los varones!
Porque todo lo que ha dicho Pablo en este apartado, es digno de examen y
reflexión por parte de todos.
A los jóvenes exhórtalos también a tener ideas justas. Y como la
mejor recomendación es que el propio Tito se presente en todo como modelo de
buena conducta. Es lo que más necesitan los jóvenes: un ejemplo que les atraiga
y al que pueden imitar. Ahí las “ideas justas” se adaptan a las obras justas
que se les puedan presentar con el ejemplo.
En la enseñanza sé íntegro y grave, con un hablar sensato e intachable.
Y la razón para ello es que ha aparecido la gracia de Dios que trae la
salvación para la humanidad, enseñándonos
a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde
ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos:
LA APARICIÓN GLORIOSA DEL GRAN DIOS Y SALVADOR NUESTRO: JESUCRISTO. Él se
entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad y para prepararnos un
pueblo purificado, dedicado a las buenas obras.
He dejado hablar a
Pablo en uno de los textos más íntimos del apóstol, cuando ha querido
sintetizar el sentido de la enseñanza, esa que debe abochornar al enemigo de la
fe, que –si vivimos esta realidad- no podrá criticarnos en nada. Su programa es
muy sencillo: la renuncia a los deseos mundanos y a la vida sin religión. Dos
realidades que se funden en una sola. Y dos realidades completamente actuales,
y que una tira de la otra. No sé cuál tira de cuál, pero es evidente que la
vida sin religión lleva a los deseos mundanos, y que los deseos mundanos acaban
por desposeer a la vida de la religión.
Frente a esa
situación, lo que propone Pablo es una vida ordenada, sobria para mantenerse en
la debida posición; justa o santa (que es lo que mejor pone al alma en esa
sobriedad, para vivir la vida con medida y no según las apetencias que se
vienen fácilmente a las manos). Y finalmente es una vida que tenga enarbolada
la bandera de la PIEDAD. Lo que abarca dos líneas de actuación: lo que mira a
Dios, para darle a Dios lo que es suyo que naturalmente sobrepasa la mera
devoción o “piedad”. Y al prójimo ofrecerle igualmente lo que es suyo con una
piedad (=amor) que es el que cierra el círculo de la verdadera “piedad” con
Dios.
El evangelio de hoy (Lc 17, 7-10)
fue tratado en el blog hace unos domingos en los que tuvimos este mismo texto.
Aquí quiere Jesús dejar claro que el ser justo y bueno no es un heroísmo sino
la actitud que debe ser propia de todo ciudadano. Y que lo normal es que el
subordinado esté disponible para servir a su amo cuando él vuelve a la casa. El
subordinado habrá estado en otras tareas, también de su obligación. Pero eso no
le sería razón para estar al servicio del amo cuando regresa de sus negocios.
Jesús concluye con toda razón que esos criados de la parábola –como todo el que
cumple con su obligación- deben considerarse pobres siervos que hemos hecho lo que teníamos que hacer. Buena
reflexión para todos nosotros que, en nuestro vivir diario hemos de tener
conciencia de hacer lo que hemos de hacer, y llevarlo con la mayor naturalidad
y así desenvolvernos ante Dios. El resto ya es cosa de Dios, que –como dice el
pueblo- “no sed queda con na de naide”.
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