jueves, 20 de febrero de 2014

20 feb.: Quién dicen los hombres...?

¿Quién decís vosotros…?
             Se dirigían a Cesarea de Filipo. Iban hablando de muchas cosas Jesús y sus Doce. Jesús tuvo la idea de preguntarles algo…, pero no era para hacerlo mientras caminaban. Quería preguntarles algo que requería sosiego y ese clima de más intimidad en que puede pensarse y matizarse la respuesta. Y aprovechó Jesús la sombra amplia que proyectaba una higuera sobre el borde del camino. Para invitarles a sentarse un rato y reposarse bajo aquella sombra.
             Con fina psicología Jesús empezó por una pregunta muy fácil, que se podía responder por lo oído, y que no comprometía nada: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?  Bastaba echar mano de los dichos que habían escuchado en diversos ambientes. Porque una cosa era el decir de las gentes, que casi coincidían en un juicio admirado, positivo, favorable a Jesús: hasta se comentaba que fuera Juan Bautista redivivo (el mismos Herodes así lo creía); o que fuera un profeta nuevo e incluso uno de los antiguos, que ha vuelto a la vida; podría ser nada menos que Elías, el profeta arrebatado en un carro de fuego, que podría ser que hubiera regresado a la tierra… Si se escuchaba a los fariseos, Jesús era o un casi blasfemo, o un ministro de Belcebú, un incordio, alguien que les hacía competencia sectaria en la educación religiosa del pueblo, o un entrometido de tal envergadura que les hacía frente a ellos, que eran los hombres cultos religiosos y maestros de Israel…
             Jesús dejó que sus Doce se explayaran y que así quitaran esos frenos que pueden darse ante una pregunta así, y delante del interesado.
             Y cuando ya habían dicho todos lo que habían oído acá y allá, Jesús se inclinó hacia adelante, más insinuante, con una gozosa sonrisa en sus labios, y con voz más baja y un tanto insinuante, les preguntó: Y vosotros…, ¿quién decís que soy Yo? Les cogió muy de improviso. Aquello era muy serio. Y había muchos matices que expresar, dentro de unas respuestas que generalmente coincidían en lo esencial (no todas…). Andrés quiso responder bajo aquella impresión que tuvo en el primer instante en que fue, vio donde vivía y se quedó con Él todo el día… Ese momento había marcado a Andrés para siempre. Tomás era otro de los caracteres tajantes de aquel grupo, y le encantaba que Jesus fuera tan recio en su vida y en sus palabras: estaría dispuesto a morir con Él… Natanael era un admirador profundo. Aquel “su secreto bajo la higuera” donde Jesús le había visto la primera vez, le había ganado el alma. Y entonces le prometió Jesús que vería cosas mayores, y Natanael da fe que ha sido así…, que acompañar a Jesús era una caja de impresionantes sorpresas en las que –en palabras y obras- era siempre un autor de “cosas más grandes”. Leví podía seguir con la boca abierta ante la grandeza de aquel Maestro que se fijó en él, que era un publicano despreciado por el pueblo. Juan y Andrés, tan hijos del trueno, cada vez admiraban más la prudencia, la paciencia, la cercanía de Jesús… A lo mejor ellos lo hubieran querido algo más fuerte, más decidido a emplear sus poderes en que lloviera fuego del cielo para con los que no lo aceptaban a Él… Judas Iscariote respondería que Jesús era un hombre muy bueno; tan bueno que era un poco infeliz, inocente, que había pretendido acercarse al pueblo con muchos paños calientes, aunque con discurso exigente, que llega hasta dichos y expresiones que repugnan a la sensibilidad, difíciles de digerir. Que de Mesías no tenía nada porque no daba para nada la talla del Mesías anunciado para liberar a Israel. Jesús era para Judas un hombre bueno pero equivocado, iluminado.
             El hecho fue que todos se quedaron con su palabra dentro porque Simón sintió un impulso interior y habló por todos: TÚ ERES EL MESÍAS. Y ahí se acabó “la encuesta”. Claro que Simón tampoco lo tenía claro en lo que él pensaba por sí mismo. Porque Jesús –que empieza por decirles que de su mesianismo no digan nada a nadie- se apea por el primer anuncio de su pasión y muerte a manos de los jefes religiosos y civiles…, explicándoles todo con mucha claridad.
             Tanta claridad que ya se le subieron los humos a Simón y tomó  el brazo a Jesús, lo apartó del grupo, y le dijo seriamente: Bromas, no, Maestro. Que estábamos muy tranquilos y felices…  No pido decir mucho más, porque Jesús se puso muy serio, se deshizo del brazo de Simón, se puso ante todos, y recriminó a Simón su modo de pensar. No sólo: lo más duro fue la reprensión tan fuerte y dura que le tuvo: Quítate de mi vista, Satanás. Tu piensas como los hombres; NO COMO DIOS. Simón, y los demás compañeros se quedaron paralizados, y ya nadie habló más. Se levantó el grupo de aquella sombra que les había cobijado plácidamente, y siguieron camino en silencio. A Simón le quemaba la respuesta de Jesús. Y no menos a los otros, porque ellos también pensaban como los hombres…

             Y yo, ¿qué pienso? ¿Quién digo que es Jesús? No me preguntó Él en esa ocasión, pero ahora sí me lo quiere preguntar. A sabiendas que las palabras ante Él no admiten engaño ni camuflaje. Y a sabiendas de que lo que yo diga de Jesús, debe llevar aparejada una manera de vida que corresponda.

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