martes, 17 de septiembre de 2013

17 spbrre: Naím, Corazón de Cristo

   El próximo viernes 20,
tercer viernes de mes, se reinaugura la ESCUELA DE ORACIÓN, 
que -como siempre- comienza a las 5'50 de la tarde 
en el SALÓN DE ACTOS de la Casa de los Jesuitas.
Acaba con la Santa Misa en el mismo Salón.

17 spbre: Otra manifestación del Corazón de Cristo
             Será una percepción mía muy particular, pero yo sitúo este episodio de Naím (Lc 7, 11-17) a la altura de la parábola cumbre del PADRE BUENO. La narración que hace el evangelista es de una ternura inmensa. Jesús caminaba hacia Naím. Nadie le había llamado, no iba con un fin específico que no fuera su labor mesiánica, su anuncio del Reino de Dios. En las puertas de la ciudad se topa con lo imprevisto: un entierro.  Eso ya pone en reacción al Corazón misericordioso, porque se ha encontrado con el dolor. Tras el féretro va una mujer destrozada, llorando con mucha amargura. No le acompaña ningún varón en esa primera fila doliente. Jesús se acerca a alguno de la comitiva e indaga.  La información que le dan ya pone en funcionamiento el dinamismo de su Corazón: aquella mujer era un pobre viuda; el cadáver es el de su hijo, joven aún, y el único sustento de aquella madre, que ahora pasa a la desgracia doble de perder a un hijo y quedar en la miseria.
             Se han removido las entrañas de Jesús. Quien ahora mismo sufre es ella, la pobre madre, un retablo de dolor por motivos diversos: el hijo que se le ha ido, y lo que va a ser de ella…  Jesús tiene un impulso de compasión profunda [de sentir en su propio corazón el padecimiento de aquella mujer] y se va a ella, rompiendo por entre los acompañantes y deudos.  Y yéndose a la madre, le dice una frase que casi podría parecer absurda y poco respetuosa…: Mujer, no llores…  Hubiera sido muy fácil responderle: ¿Cómo no va a llorar con la doble tragedia que lleva encima?  Claro: Jesús no había podido hacer las dos cosas a la vez, y se fue a la parte doliente…  Y ahora se separa de la madre y se va hacia el féretro, que llevan varios amigos.
             La sola presencia de Jesús, que se pone ante el cadáver ya les impresiona, y se detienen.  Jesús se acerca al cadáver y le dice con voz fuerte: Joven, Yo te lo digo: levántate. Son unos segundos pero allí hay muchas reacciones. Desde quienes piensan que Jesús es un iluminado, casi un loco, a los que contienen la respiración ante aquella fuerza de palabra con que ha mandado… La madre no llora ahora: está expectante y extrañada.  Jesús toma de la mano al muchacho, que ha empezado a incorporarse… Un temor contenido en la gente…, la madre que se lleva la mano a la boca, que se le ha quedado medio abierta por la sorpresa y el espanto…  Y Jesús, que ayuda al joven  salir de su ataúd, y lo lleva de la mano para entregarlo a su madre. ¡Un gesto colosal! No se ha limitado a poner su poder en acción. Es también su gesto de ternura, de cercanía, de implicación personal… Es corroborar ahora por qué le había dicho a la madre: “Mujer, no llores!  No había podido hacer las dos acciones a la vez, pero era muy claro por qué había ido presto a la madre para que no llorara.
             El muchacho está como quien sale de un sueño y casi no sabe aún lo que pasa. La madre se ha echado al cuello de su hijo… ¡Había recuperado a su hijo! ¡Y había recuperado su razón de vivir!  La gente, admirada y emocionada, se arremolina sobre la madre y el hijo para dar los parabienes y porque están todavía bajo los efectos de aquella experiencia vista y vivida. Jesús ha aprovechado el momento para recoger a sus apóstoles y seguir su camino sin ser advertido.  Cuando aquella madre y aquellas gentes quieren expresar su agradecimiento y admiración, Jesús ya se ha alejado. Ha hecho su obra, que en realidad era como un vértice de su misión mesiánica: resucitar muertos.  Como era de esperar aquello removió a la ciudad, y se fue contando por los lugares cercanos y hasta por Judea…: un gran profeta ha surgido entre nosotros, Dios ha visitado a su pueblo.

             Quiero observar que nadie había pedido nada a Jesús; que nadie le había advertido de aquella situación. Jesús pasaba y se ha encontrado con el dolor. Su reacción personal –sin nadie por medio- ha sido la que su Corazón ha dado de sí.
             Encontraremos muchas formas de encontrarse con Jesús: el ciego que oye el tropel, pregunta…, y sale suplicando a gritos. Los leprosos que se plantan a distancia ante Él y piden; Jairo, que viene a buscarlo para que imponga las manos en su hija, a punto de morir.  El paralítico que es descolgado desde el techo para caer ante Jesús… Y María, la hermana de Marta, que simplemente está a los pies de Jesús, embobada, escuchando… Y todas las diversas formas de oración posibles.

             Está quien dice: “Dios no me oye” y quien pide sin saber lo que pide, ni si es un bien lo que está pidiendo (hay ocasiones en que se piden males o se pide mal). Jesús espera que nos purifiquemos el alma… A aquel ciego le preguntó Jesús: qué quieres que haga contigo…, una pregunta que parece hasta tonta. Pero quería Jesús saber si el ciego se conformaba con una limosna o si sabía pedir lo más esencial… Jesús le dio la vista… Y si hubiera pedido la limosna, Jesús no se la hubiera dado, pero le hubiera abierto otros ojos interiores para saber pedir. Dios sí oye y siempre responde dando cosas buenas…, dando Espíritu Santo…, abriendo a LA FE… Porque en definitiva la mayor parte de las veces, nuestra fe nos salva…, obtenemos conforme a nuestra fe.  En Naím no fue así. En Naím se desbordó el Corazón de Cristo; se desbordaron sus sentimientos… En Naím quedó una foto viva de cómo es Jesús…, de cómo necesitamos bucear en el Evangelio para ir conociendo SU CORAZÓN.

1 comentario:

  1. Querido P. Cantero:
    ¡Gracias, por esta magistral y luminosa lección para mostrarnos la Misericordia todopoderosa del Corazón de Cristo en el Evangelio de la Misa de hoy!

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