jueves, 9 de enero de 2020

9 enero: No temáis; soy Yo


El viernes 10, acto que corresponde a un “Primer Viernes”. 5’30 tarde.- Málaga
LITURGIA       
          .           Dios es amor, nos dijo ayer en la carta de san Juan. Y el amor se manifiesta en que Dios nos amó enviándonos a su Hijo para redención de nuestros pecados. Hoy engarza con esa idea y dice (1Jn. 4,11-18): Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Parecería que debía haber concluido diciendo alguna forma de mostrar nosotros el amor nuestro a Dios. Pues bien: esa forma es el amar a los hermanos. Así se le corresponde a Dios y al amor que él nos tiene. Y la razón es muy simple: A Dios nadie lo ha visto nunca A los hermanos, sí; los tenemos ahí delante pues concretemos el amor a Dios en el amor a los hermanos. Que si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud.
          Luego pasa a repetir lo que ya tiene dicho en otro lugar: que quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él.
          Vuelve a repetir que Dios es amor y aclara que en el amor no entra el temor; que el amor perfecto expulsa al temor porque el temor mira al castigo; quien teme, no ha llegado a la plenitud en el amor. Es frecuente escuchar que la vida está tan mal moralmente porque “no hay temor de Dios”. Aquí está la respuesta: no hay amor. Y tener que recurrir al temor es dar pasos atrás.
          En el Antiguo Testamento se habla muchas veces de una relación con Dios basada en el “temor” (así citado en los textos). Pero un estudio de esos textos da por resultado que se trata de “reverencia”, “respeto”, “sumisión amorosa”, y que en muchos casos se completa con un segundo renglón que expresa relación de amor (en lo que se llaman “paralelismos bíblicos”). Lo cierto es lo que nos dice el Nuevo Testamento. Y en él tenemos este texto de San Juan  y tenemos otro de san Pablo (carta a los romanos) en que se dice que “no hemos recibido un espíritu de miedo para recaer en el temor, sino un espíritu de amor que nos hace llamar a Dios: Padre”.

          Acabada la multiplicación de los panes, después que se saciaron los cinco mil hombres, Jesús enseguida Apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran hacia la orilla opuesta, mientras él despedía a la gente. (Mc.6,45-52). Yo siempre me he preguntado qué nos quiso decir el evangelista al decirnos que “Jesús apremió a los discípulos a embarcarse” (a embarcarse solos), cuando la realidad era que siempre iban juntos.
          Posiblemente los discípulos fueron los primeros admirados y exaltados emocionalmente ante aquella multiplicación de panes en el desierto, e interpreto que lo vieron con ojos muy humanos y (como nos dice San Juan) las muchedumbres pretendieron hacer a Jesús “rey” y ellos, los discípulos, de alguna manera se sumaban a la idea. Jesús tiene que quitarlos de en medio, apremiándolos a embarcarse solos. Jesús se quedaría con las gentes apaciguándolas y despidiéndolas, y finalmente retirándose a solas al monte para orar y mirar todo lo sucedido desde la mirada de Dios.
          Los apóstoles llevaban su disgusto. Y por si faltaba algo, se levanta una tempestad en el lago que llega a ponerlos en peligro.
          Jesús no se ha desentendido de ellos y viene hacia la barca “andando sobre el lago y haciendo ademán de pasar de largo”. Fácil es colegir el susto que se llevan los Doce, vislumbrando aquella figura blanca que camina sobre el agua. Y como no era para menos, piensan que es un fantasma, y gritan de miedo. Jesús se les hace presente diciéndoles una palabra esencial: ¡Ánimo, no temáis! Soy Yo. Bastaba esa palabra para poner tranquilidad en los ánimos de aquellos hombres, a los que se les había juntado la despedida apremiante de Jesús, la tormenta del Lago, y “el fantasma”. Ahora Jesús sube a la barca y el viento deja de soplar en el lago y amaina el mar.
          Ellos estaban en el colmo del estupor. Y nos dice el evangelista que eran torpes para entender. Y comenta que “no habían entendido cuando los panes”. Se trataba, pues, de ENTENDER algo más que el hecho en sí; había tenido un significado que ellos no habían sabido captar. Necesitaban comprender que el hombre no tiene las soluciones en su mano. Que no son los méritos humanos los que resuelven las situaciones, sino el poder y la fuerza de Jesús, que trae la solución a los imposibles para los hombres.

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