sábado, 4 de enero de 2020

4 enero: Venid y lo veis


LITURGIA       
          .           San Juan hace un juego de palabras con la expresión “pecado”. De una parte, el pecado es del demonio. De otra todo hombre peca y el que dice que no tiene pecado es mentiroso. Y es que habla en dos sentidos: el “pecado que es de muerte” (que es el pecado que quita la amistad con Dios), y el pecado de la vida diaria que “no es de muerte”, pero al que también hay que combatir.
          Al “pecado de muerte” (que es del demonio) hay que combatirlo con todas las fuerzas, porque asemeja al demonio, que peca desde el principio. Ahí hay que poner soluciones drásticas, como cuando Jesús habla parabólicamente de cortarse la pierna, el brazo o arrancarse el ojo, porque no podemos consentir que el demonio habite en el interior del corazón ni un solo segundo.
          El pecado que “no es de muerte” hay que irlo dominando, porque todo el que ha nacido de Dios, no comete pecado porque su germen permanece en él y no puede pecar porque ha nacido de Dios. Y Juan sabe que “siete veces al día cae el justo”, pero son pecados no de muerte, son deficiencias, son situaciones semideliberadas o tan espontáneas en un determinado momento, que no tienen cabida en la conciencia de la persona: no llegan a mancharla. En esto se conocen los hijos de Dios y los hijos del diablo. Todo el que no obra justicia (bondad, limpieza, lealtad), no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano. Aquí se retrata Juan, que lleva grabada en el alma la enseñanza del Maestro, y el amor al hermano va en paralelo al amor a Dios. Y vive la justicia (está en el fiel, en el punto justo) el que ama a Dios y ama a su hermano.

          Pasamos al evangelio, también de San Juan, comenzando su narración sobre la persona de Jesús. El Bautista estaba con su grupo de discípulos cuando vio pasar a Jesús y lo señaló con el dedo: Este es el Cordero de Dios. (Jn-1,35-43). Dos de aquellos discípulos se sienten atraídos por la presencia de Jesús y se van tras él y lo van siguiendo. Jesús se vuelve a ellos y les pregunta: ¿Qué buscáis? Era un momento emocionante. Era la primera vez que alguien se iba tras de Jesús. Jesús pregunta con delicadeza y sin condicionar una respuesta. Era lógico que en aquellas veredas tres hombres no siguieran su camino en solitario, y Jesús se hace el encontradizo.
          No buscaban “algo”. Se interesaban por ese Jesús que les ha presentado el Bautista como “el Cordero de Dios”. Y respondieron a tumba abierta no ya si buscaban algo sino dónde vives, mostrando así el deseo de estar con él y acompañarlo en su vivienda. ¡O algo más que “un sitio”! La realidad es que lo buscaban a él.
          Y Jesús les respondió con una invitación: Venid y lo veis. No se trataba de un “aquí” o un “allí”. Se trataba de sí mismo. Y eso no se define con un lugar sino con un encuentro: Venid y lo veis por vuestros propios ojos…, por nuestra conversación, por la convivencia de unas horas.
          Y la experiencia fue tan fuerte que cuando ya, a la caída de la tarde, se despidieron, en el corazón de aquellos dos hombres había un fuego especial. Lo sabemos en concreto de Andrés –que era uno de los dos- que cuando se juntó con su hermano Simón, no pudo menos que decirle: Hemos hallado al Mesías.
          Simón, algo socarrón, debió pensar que aquello era una exageración o emoción de su hermano, y seguramente expuso sus dudas. A lo que Andrés respondió casi con las mismas palabras de Jesús: Ven y lo ves. Dice el evangelio que lo condujo a Jesús.
          Y Jesús lo ve venir y se prenda de él por esas elecciones peculiares que son propias del Maestro. Y antes que Simón pudiera indagar, Jesús se le adelanta y lo coge por donde más podía influir en aquel hombre: Tú eres Simón, el hijo de Juan; Tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro) y que significa Piedra rocosa, algo fuerte y contundente. Y Simón no tuvo palabras. Le había dado en la diana. Aquel cambio de nombre sólo podía hacerlo alguien muy superior “de parte de Dios”. Realmente aquel Jesús era el Mesías de Dios. Y un nombre como el de “Cefas” era tan significativo para un judío que Simón se dio por cogido en su más profundo ser. Ya no se soltaría nunca de Jesús, aunque ahora mismo no había sido llamado a un seguimiento. Pero el nombre nuevo le auguraba una misión que sería determinante en su vida.
          La gran lección que se deduce de este hecho evangélico es que no vale discutir con quien no acepta la fe. Pero se le dan unos evangelios y se le invita a leerlos con buena fe: “Venid y veréis”. El resto ya lo hace el contacto con Jesús. Que Jesús se encargará de darle a la persona ese “nombre nuevo” que le toque en el fondo del alma.

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