jueves, 19 de diciembre de 2019

19 diciembre: Una buena noticia


LITURGIA
                      Dos relatos paralelos, uno del Antiguo Testamento, con la mujer de Manóaj, mujer estéril que no había concebido (Jueces.13, 2-7.24-25) y otro con Zacarías, esposo de Isabel, que no tenían hijos. (Jn.1,5-23). En ambos casos la intervención de Dios hace que aquellas mujeres conciban un hijo, y en el caso de Isabel, ya en la vejez del matrimonio.
          El proceso de aquella historia es el que hemos seguido en la lectura: Zacarías era sacerdote el Templo, al que servía según el turno que le correspondía. Aquella ocasión Zacarías entra en el santuario para ofrecer el incienso de la tarde y cuando está a solas en su ministerio, un ángel se le aparece para anunciarle que su oración ha sido escuchada y que su mujer va a tener un hijo, y que ese hijo va a ser un personaje en la historia de la salvación. El niño tendrá una vida al modo que el ángel señala: ni beber vino ni licor, y será lleno del Espíritu Santo en el seno de su madre. Muchos se alegrarán en su nacimiento, pues será grande a los ojos de Dios, y convertirá el corazón de los padres y dará a los desobedientes la sensatez de los justos.
          Zacarías está perplejo, aturdido. Y en esa situación habla cuando lo mejor que hubiera hecho era callar y orar. Pero acabó presentando una especie de duda o petición de prueba de que no estaba soñando y de que todo aquello se iba a cumplir.
          El ángel se presenta con toda solemnidad: Yo soy Gabriel., que sirvo en la presencia de Dios; he sido enviado a darte esta buena noticia. Y puesto que pides una prueba para cerciorarte, la vas a tener en tu silencio, sin poder hablar, hasta el día en que esto se cumpla, porque no has dado fe a mis palabras, que se cumplirán en su momento.
          El pueblo, que asistía en el exterior, estaba extrañado de la tardanza de Zacarías, y cuando salió, no podía hablar, lo que la gente interpretó como que había tenido una visión en el santuario. Zacarías les hablaba por señas.
          Se mantuvo en el Templo por los días correspondientes a su ministerio, y luego marchó a su casa, le comunicó a su esposa, por señas, lo que le había ocurrido, y se llegó a su mujer, quien concibió en su seno, reconociendo que así la había tratado de bien el Señor, que le ha liberado de la afrenta que era para ella y para su esposo, de ser una mujer sin hijos.
          Y así pasaron seis meses en los que el matrimonio sentía la felicidad de aquella buena nueva que les había venido. Zacarías sentía no poder comunicar más expeditamente su gozo ante los conocidos, pero se fue acostumbrando a expresar sus sentimientos con los signos que podía. Isabel era su intérprete y ella se bastaba para poder comunicar a los vecinos y conocidos toda la satisfacción que había en aquella casa.
          No se les ocurrió dar la noticia a su familia de Nazaret. ¡Quedaba tan lejos! Y hasta en cierto modo experimentaban el rubor de su ancianidad. De esa manera vivieron en su montaña y no se les ocurrió enviar recado.

          Puestos a sacar alguna idea de todo esto, creo que podríamos pensar en el valor del silencio. En la intimidad del silencio. En un mundo que habla a voces, que mantiene en voz excesivamente alta sus conversaciones, a veces de temas muy personales, habría que decir que “suena a hueco”, “a vacío”. Porque cuando el interior está lleno, tiende a replegarse sobre sí mismo y sobre esa riqueza íntima que encierra y que parece que tema perder si saca el secreto a los cuatro vientos.
          Dios es un Dios de intimidad. Dios habla en el silencio. Impide escuchar a Dios el hablar mucho. Como aquel que se empeñó en oír a Dios y lo buscó denodadamente en conferencias y maestros…, pero nunca oyó hablar a Dios. Y vino a encerrarse en un monasterio y le dijo a un venerable anciano que estaba harto de que Dios no le hablara, pese al empeño que él había puesto en escucharlo, buscándolo de mil maneras. Y el anciano le respondió: a Dios no se le escucha en el tumulto, no se aprende en las escuelas… A Dios se le oye en el silencio. ¡Es el secreto de la vida interior! Precisamente por “interior”, requiere de mucha interioridad, y le estorban las exterioridades.
          Zacarías, en sus largos silencios obligados por su mudez, debió ir entendiendo poco a poco el misterio que el ángel le había revelado.

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