sábado, 6 de octubre de 2018

6 octubre: Te alabo, Padre


Liturgia:
                      Cerramos el libro de Job en su cap.42,1-3.5-6.1216 en el que Job se humilla delante de Dios y reconoce que ningún plan es irrealizable para Dios. Te conocía sólo de oídas; ahora te han visto mis ojos.
          Y el libro concluye con un mundo nuevo en la vida de Job, con posesiones mayores que las había perdido; con hijos e hijas, de las que no había en el país mujeres más bellas. Y así, en ese “paraíso” vive ahora Job cuarenta años, conociendo a sus nietos y biznietos. Por eso Job murió anciano y satisfecho.
          Quien haya tenido la curiosidad de leer todo el libro, habrá comprobado el enorme purgatorio que pasó Job, y los vaivenes de su ánimo y de sus palabras. El objetivo del libro se ha cumplido, que era mostrar que la vida no se acaba en el sufrimiento. Y no habiendo todavía idea de la resurrección y del más allá, se cierra toda esa tremenda historia en un “ver a Dios con los propios ojos” en la felicidad terrena que recupera el personaje, que muere anciano y satisfecho.

          Han regresado los setenta y dos discípulos que Jesús había enviado por los pueblos y aldeas para anunciar la llegada del Reino de Dios. Vienen emocionados, confesando que hasta los demonios se nos sometían (Lc.10,17-24).
          Jesús les cambia la mirada y les hace ver que lo más importante no es que los demonios se le sometieran sino que sus nombres están escritos en el cielo. Jesús se hace eco de aquello que les había impresionado a los discípulos, y lo corrobora con aquella manifestación: Veía a Satanás cayendo del cielo como un rayo por la potestad que había dado Jesús a los discípulos para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo.
          Y Jesús en ese momento prorrumpe en una emocionante alabanza a Dios: Te doy gracias, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has manifestado a la gente sencilla. He ahí el sentimiento de Jesús. Y he ahí lo que nos incumbe a nosotros en lo que es la sencillez para comprender y meditar el evangelio de Jesucristo. No son los grandes pensadores los que suelen captar la verdad de ese evangelio. Suelen ser los más sencillos los que comprenden el evangelio, precisamente porque se acercan a él sin prejuicios ni resistencias, y entonces están con el corazón abierto para poder adentrarse en la Palabra de Jesús.
          Y se ratifica Jesus en lo dicho, y remacha: Sí, Padre: así te ha parecido mejor. Y de ahí salta a la realidad de sí mismo: Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
          Esto es una clara afirmación de la importancia de la oración que profundiza en lo íntimo de Dios, o en el conocimiento interno de Jesús, que es quien tiene que revelarnos al Padre. Por supuesto que Jesús nos lo quiere revelar, pero tenemos que situarnos en esa actitud orante que haga posible el contacto con el interior de Jesús.
          Jesús, finalmente, se queda a solas con sus discípulos y les dice aparte: Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis; porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, oír lo que oís, y no lo oyeron. Aquellos profetas y reyes vivieron un tiempo de espera. Anhelaron que llegara el momento de la manifestación mesiánica, pero no les había llegado a su hora. Esa hora la tienen los discípulos, porque han visto a su Salvador, y pueden todavía ahondar más su mundo interior para conocer al Padre y conocer al Hijo. Y tocarle y palparle, oírlo y ver sus obras y embelesarse con la figura de Jesucristo.

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