martes, 2 de octubre de 2018

2 octubre: Fuego del cielo


Liturgia:
                      Job, abrumado por la desgracia (lectura de ayer) no protesta contra Dios. Pero se maldice a sí mismo (3,1-3.11-17.20-23), porque querría no haber vivido, antes que ver tanto desastre en sus hijos y posesiones. Querría que no hubiera llegado el día en que fue dado a luz. Preferiría haber sido un aborto que no llega a nacer. Ahora no soportaría tanto dolor.
          La parábola se esfuerza por hacer ver que Job no era indiferente al sufrimiento atroz que se le había venido encima. Pero no culpa a Dios. Ni siquiera cuando su mujer le incita a maldecir a Dios, y él le reprocha que ha hablado como una necia. Ese es el ejemplo que quiere dejarnos la descripción de ese personaje. Sufre como el primero pero no blasfema.

          El SALMO 87 que acompaña a esa lectura la hace equivalente a una oración de súplica: Llegue, Señor, hasta ti mi súplica…; de día te pido auxilio, de noche grito en tu presencia… Inclina tu oído a mi clamor. El dolor de Job le lleva a orar en medio de su gran tribulación.

          En el evangelio volvemos a encontrar a Juan, que con su hermano Santiago –los “hijos del Trueno”, que les llamaba Jesús-, se encienden en cólera porque les han cerrado el paso en un camino de Samaria por el que discurrían Jesús y sus apóstoles para pasar a Judea.
          Conocido es la oposición que los samaritanos ofrecían a los judíos. Y esta vez pasan de las palabras a los hechos y les impiden el paso al grupo de Jesús.
          Juan y Santiago vienen indignados a preguntarle a Jesús si debían pedir que lloviese fuego que abrasase a aquellos individuos, que los abrase y acabe con ellos. No se le ha ocurrido otra salida más que aquella violencia. Repetían con ello otro pasaje del Antiguo Testamento.
          Jesús se volvió a ellos y les regañó. Y les hizo pensar en que no sabéis de qué espíritu sois. Porque el Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres sino a salvarlos. La cosa era clara. No había que recurrir a actitudes extremosas. La solución era mucho más simple: rodear por otro camino y seguir adelante. Y fue lo que finalmente hicieron, y no hubo más problema. Lo que nos da una pauta muy clara de actuación al estilo de Jesús, que no se parece en nada a las reacciones extemporáneas de los discípulos…, ¡de nosotros!, que nos parecemos más a los “hijos del Trueno” en tantas y tantas ocasiones.


          Hoy es día de LOS SANTOS ÁNGELES. Si hace unos días celebrábamos a los Arcángeles, ángeles de rango superior para misiones de mayor trascendencia y envergadura, hoy la Iglesia celebra a los ángeles en general, los mensajeros de Dios para realizar Dios sus obras en la Tierra.
          El Papa nos invita a encomendarnos a ellos. Jesucristo nos enseña a venerar a los ángeles, porque ellos están viendo a Dios y nos sirven de intercesores, protectores y mensajeros, y la liturgia les señala una fiesta el día 2 de octubre. Como dice el Papa en su homilía en 2014, se debe rezar a nuestros ángeles. Y así lo aprendimos desde pequeños en nuestra oración al “ángel de la guarda”. Cierto que la aprendimos bajo la imagen de un ángel protegiendo a un niño. Pero la verdad es que todos nosotros tenemos a nuestro ángel protector. Y lo mismo que atribuimos situaciones malas nuestras a la acción del demonio (= “el demonio me ha tentado”), hemos de reconocer la protección de nuestro ángel de la guarda, y tendríamos que agradecer continuamente las acciones de ese nuestro ángel, que extiende su acción protectora a cada paso de nuestra vida. Podíamos leer Ex.23,20-23.
          “Ángeles de la Guarda” los tenemos cada persona, cada familia, cada colectivo, cada ciudad, cada nación. Son esos mensajeros de buenas ideas, que inspiran el bien y que protegen del mal, por el encargo de Dios. Por eso rezar a los ángeles es una buena práctica del creyente, consciente de que Dios le cuida a través de su ángel.

          Por lo demás, y a título orientativo, no siempre que la Biblia habla de ángeles se refiere a un mensajero de Dios sino a Dios mismo (“ángel de Dios”=malak Yawhé), que era una fórmula de los israelitas para no nombrar directamente a Dios. Apariciones del “Ángel de Dios” se refieren, pues a Dios mismo que hace así su presencia en medio de actuaciones concretas de la Historia de la Salvación.

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