jueves, 25 de octubre de 2018

25 octubre:: Fuego en la tierra

Liturgia:
                      Estamos en la LECTURA de la carta de Pablo a los fieles de Éfeso. Y digo bien: Lectura, porque no queda otro camino que LEER estos textos que nos brinda la lectura continua, de una riqueza y belleza excepcionales.
          En 3,14-21, Pablo dobla sus rodillas ante el Padre, de quien toma todo nombre toda familia en el cielo y en la tierra…
          Pero con las rodillas en tierra, Pablo PIDE que de los tesoros de su gloria, os conceda robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento. Luego, con unas dimensiones sin medida –aunque parezca una contradicción- con todo el pueblo de Dios lograréis ABARCAR LO LARGO, LO ANCHO, LO PROFUNDO de lo que trasciende toda filosofía; el amor de Cristo.
          Longitud, anchura y profundidad sin cantidad. Infinitas. Que es lo que puede definir el amor de Cristo. En definitiva, también, el Corazón de Cristo, que no se puede contener en unas medidas concretas.
          Así llegaréis a vuestra plenitud, según la Plenitud total de Dios. Y en consecuencia se acaba con una alabanza a Dios, queriendo que sea con mucha mayor fuerza que lo que puede pedirse y concebirse. Y acaba con un Amén conclusivo, que pone el broche de oro al capítulo.

          Muy acorde con ese pensamiento, nos encontramos hoy con el evangelio de Lc.12,49-53, que empieza con esas ansias del Corazón de Cristo: He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! El fuego del amor de Jesús, el celo de las almas, que quisiera él ver emprendidas y emprendiendo. Los fuegos devoradores que vemos cada verano en nuestros bosques, con tantas dificultades para controlarlos, sería una imagen viva del pensamiento de Jesús. Pero no para arrasar sino para abrasar y para abrazar a las almas en ese fuego que brota del Corazón de Jesucristo. Un fuego contagioso que se propaga y que va ganando almas, encendidas también en ese fuego salvador.
          Ese fuego nace del bautismo por el que tiene que pasar Jesús, su Pasión y su muerte, en esa demostración del máximo amor que da la vida por el amado. ¡Y qué angustia hasta que se cumpla! Jesús va a la Pasión con ansias: “Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros”…, y era la Pascua de su entrega a muerte.
          Sabe Jesús que su fuego va a traer “guerra”; que unos se van a dejar emprender y otros se van a salir de la quema. Por eso explica que él no ha venido a traer paz sino división. Porque si bien es verdad que el signo de su presencia es la PAZ, no tal que se convierta en una paz pasiva, la paz de quien no lucha, de quien no busca, de quien no es capaz de negarse a sí mismo. Por eso él ha venido a establecer una guerra, la que se guarda primeramente cada uno consigo mismo, y luego la que supone la defensa de la fe y de los principios evangélicos, que Cristo ha venido a traer.
          Y es consciente de que en adelante una familia estará dividida, dos contra tres y tres contra dos; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.
          El dicho suena mal, pero es de un realismo total. Nos basta mirar a las familias y darnos cuenta de la tensión interna que se da cuando unos viven la fe y otros no. No es Cristo el que divide, pero es en nombre de Cristo lo que produce esa división. Jesús no ha hecho más que constatar un hecho que se va a dar a costa de su fuego, el que él quiere emprender en el mundo, pero el mundo se ha hecho hostil al evangelio y se produce esa lucha que anuncia él, que produce división. Bien que no querría él que se produjese esa división. Bien que querría él que todos acogiesen su evangelio salvador. Bien que Jesús quisiera que su fuego abrasase a todos. Pero una mirada al mundo que nos rodea nos deja la visión lastimosa de una masa de personas que ha emprendido el camino de la separación de ese mensaje salvador de Jesucristo.
          Aunque no sea parte del evangelio que hemos tenido, la conclusión es evidente: tenemos que pedir constante e insistentemente por ese mundo que se ha alejado de Jesús. Tenemos que pedir por las vocaciones de la Iglesia, para que haya muchos y renovados obreros que puedan actuar en esa mies de la vida.

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